domingo, 29 de abril de 2012

El suicidio de Hitler

El 30 de abril de 1945 el «fürher» se quitó la vida y dio paso a una operación de los servicios secretos para hallar sus restos

La muerte de Adolf Hitler ha provocado ríos de tinta y múltiples teorías de la conspiración. Todo basado en la ausencia de una fotografía o de restos de su cadáver. Sin embargo, Rusia desveló en 2009 que tenía en su poder la mandíbula y parte del cráneo de Hitler. De esta forma pretendía zanjar los rumores sobre el paradero del dictador y relatos infundados, pero muy extendidos, sobre una posible huida del ‘führer’ a Sudamérica. Y es que la URSS guardó como alto secreto toda información sobre el cadáver de uno de los mayores genocidas de la historia fomentando estos mitos.

A finales de abril de 1945, Berlín estaba a punto de caer en manos soviéticas. Hitler se refugiaba en un búnker de la Cancillería. Desde allí daba las últimas órdenes en una guerra que los nazis habían perdido hacía varios meses, cuando no años. Ante la inminente derrota, varios consejeros propusieron a Hitler que tratara de huir. Sin embargo, el dictador alemán siempre se negó a esa posibilidad. En su cabeza ya rondaba la idea del suicidio. La muerte de Mussolini y el ultraje posterior a su cadáver le alarmaron, espantado con la posibilidad de sufrir la misma suerte. Hitler quería evitar a toda costa convertirse en un trofeo de guerra vivo o muerto.

El 30 de abril fue el día escogido. Hitler se despidió de la cúpula militar y del partido nazi que le acompañaba en el búnker. Tras agradecer el trabajo a sus personal de servicio, se encerró en su habitación junto a su mujer, Eva Braun, con quien se había casado el día anterior. Según contó Heinz Linge, jefe de personal del 'führer', al poco tiempo se escuchó un disparo. Esperaron 15 minutos y después abrieron la puerta. Hitler se había pegado un tiro en la cabeza además de tomar su cápsula de cianuro. El veneno fue suficiente para acabar con la vida de Braun.

Linge siguió las instrucciones precisas del dictador. Junto a otros oficiales recogieron los cadáveres y los echaron en una zanja producida por un obús junto a la entrada del búnker. Allí, con la gasolina recogida de los coches, los restos del matrimonio Hitler fueron quemados. El ‘führer’ estaba muerto, pero como él mismo había previsto, la búsqueda de sus restos no se iban a detener.

Servicios secretos soviéticos

Stalin, nada más conocer la muerte de su enemigo, ordenó al NKVD, -antecedente de la KGB- hallar el cadáver del líder nazi. Los servicios secretos soviéticos, tras realizar una intensa búsqueda en los alrededores de la Cancillería, encontraron los restos el 9 de mayo. Tras ser estudiados en la más absoluta clandestinidad, fueron enterrados en una base militar en la ciudad de Magdeburgo, en la Alemania Oriental controlada desde Moscú.

En 1970 el lugar donde se ocultaban los cuerpos iba a pasar a manos del Gobierno de la República Democrática Alemana. El dirigente del KGB de entonces, Yuri Andrópov, convenció al Politburó comunista de la necesidad de acabar definitivamente con los restos de Hitler y su esposa antes de que fueran descubiertos y convertidos en un lugar de peregrinación. El 4 de abril de ese año un grupo de agentes del KGB exhumaron los cadáveres y los incineraron hasta convertirlos en cenizas. Solo se salvaron la mandíbula y algunos trozos del cráneo de Hitler que fueron llevados a la URSS. Casi 40 años después, las autoridades rusas desvelaron que tenían en su poder esos restos. La mandíbula en el Archivo del FSB, mientras que los trozos de cráneo en el Archivo Estatal de Rusia.

Lejos de aminorar la polémica, ese mismo año, un estudio de la Universidad de Connecticut creaba más confusión tras analizar las muestras de ADN del cráneo y determinar que pertenecía a una mujer de entre 20 y 40 años. Sin embargo, como el propio grupo de investigación explicaba, su trabajo solo demostraba que ese cráneo no era de Hitler. La muerte del dictador alemán no se cuestionaba. Demasiados testimonios corroboran los hechos. Aunque la leyenda urbana de su estancia en Sudamérica seguirá reapareciendo continuamente.

domingo, 22 de abril de 2012

Gernika

Lo que pasó aquellas tres horas largas de aquel día de hierro del 26 de abril de 1937 está claro: aeroplanos alemanes tripulados por aviadores de esa nacionalidad y puestos por Hitler al servicio de Franco arrasaron Gernika. Lo que sigue suscitando controversia 75 años después es el motivo. ¿Porqué la Legión Cóndor destruyó la pequeña ciudad vasca? Historiadores de diferente adscripción ideológica ofrecen explicaciones distintas. El hecho de que ya al día siguiente de producirse el ataque comenzara a librarse una guerra de propaganda en torno al suceso por parte de ambos bandos ha contribuido a emborronar los acontecimientos desde entonces. Hay que recordar que los propagandistas de Franco trataron de negar en primera instancia la humeante obviedad de la destrucción de Gernika y luego la achacaron a que había sido dinamitada ¡por los propios vascos! Aunque nunca faltaron los que, como aquel oficial de Estado Mayor franquista, sacaban pecho y proclamaban ante los periodistas extranjeros: “Pues claro que fue bombardeada. La bombardeamos y la bombardeamos y la bombardeamos, y bueno, ¿por qué no?”.

El eje central de la controversia es si la devastación de la ciudad fue intencionada o una consecuencia indeseada de una operación que perseguía la destrucción solo de objetivos militares, vamos si la destrucción de Gernika fueron lo que luego pasó a llamarse daños colaterales.

A esa idea se abonan los historiadores de la derecha pasados, presentes y seguramente futuros, que tradicionalmente han rebajado además los efectos del bombardeo y el número de aviones y de víctimas y generalmente hacen recaer la responsabilidad total de la acción, por si acaso, en el mando de la Legión Cóndor, es decir en los alemanes, en un intento por exonerar al Alto Mando franquista y sobre todo al propio Franco.

Según la tendencia a considerar el ataque un simple hecho de guerra y a rebajar su intensidad, versión que defiende por ejemplo el historiador español especialista en aviación de la Guerra Civil Jesús Salas Larrazábal, los alemanes, y algunos efectivos aéreos italianos, atacaron Gernika a causa de su valor estratégico y militar al ser un importante nudo de comunicaciones, y punto. Trataron de destruir el puente sobre el río Oca (el llamado puente de Rentería) para evitar la retirada del enemigo hacia las posiciones defensivas de Bilbao, las carreteras y la estación ferroviaria que conectaba con la capital. Fue la humareda y la polvareda causadas por los primeros ataques, la mala visibilidad, lo que habría provocado que las siguientes oleadas de aviones lanzaran sus bombas en el lugar equivocado, concretamente sobre la ciudad. El famoso as de caza alemán Adolf Galland, que participó en la Guerra Civil aunque no estuvo en Gernika, afirmaba que el bombardeo había sido un lamentable error culpa de la impericia de las tripulaciones y las primitivas miras de sus aparatos. El historiador militar alemán Klaus A. Maier concluyó que la destrucción se debió a una desgraciada coincidencia de condiciones desfavorables.

La opinión de que la destrucción de Gernika se debió a falta de puntería ha sido ampliamente cuestionada. Historiadores como Paul Preston sostienen que hay que enmarcar el ataque en los ensayos de las técnicas de bombardeo salvaje que llevaba a cabo la aviación alemana en España y que luego incorporarían a la Blitzkrieg y a la devastación de ciudades en la II Guerra Mundial. El jefe de la aviación de la Cóndor, Wolfram von Richthofen (primo del Barón Rojo), señala Preston en LaGuerra Civil española (Debate, 2006), era un profesional exigente y metódico “firmemente convencido del uso del terror”. Preston y otros historiadores apuntan que el uso masivo en Gernika de bombas incendiarias —absurdas contra un puente de piedra— y el que no se utilizaran los precisos bombarderos en picado Stuka, de los que los alemanes disponían, prueban que la cosa no iba precisamente de ataque fino.

Los testigos mencionan un cielo “negro de aviones” —es decir en formación amplia— y en vuelo a escasa altura que permitía identificar los objetivos. Preston subraya con sorna que “de hecho, parece que fue debajo del puente de Rentería donde los vascos encontraron el refugio más seguro durante el bombardeo de Gernika”.

El historiador estadounidense Herbert Sothworth, al que Preston, tiene por la mayor autoridad mundial en el asunto de la destrucción de Gernika —y cuya obra molestaba tanto a Franco que hizo que Fraga creara un gabinete de estudios sobre la Guerra Civil dirigido por Ricardo de la Cierva para contrarrestar sus trabajos—, consideraba que el bombardeo se realizó a petición del Alto Mando nacional con el objeto de debilitar la moral de los vascos. En general los historiadores progresistas opinan que la jefatura franquista es co-responsable. Otro prestigioso historiador que abona la tesis de la aniquilación premeditada es Antony Beevor. En La Guerra Civil española (Crítica, 2005), describe como las escuadrillas de bombarderos Heinkel 111 y Junker 52, hasta cuarenta aparatos, sobrevolaron en oleadas la ciudad lanzando alrededor de 30 toneladas de bombas mientras los cazas Heinkel 51 “ametrallaban sin piedad a hombres, mujeres y niños y hasta al ganado”. Beevor señala que según el diario personal de Richthofen, el coronel Juan Vigón, jefe de Estado Mayor de Mola, dio su visto bueno al ataque. Beevor concluye que independientemente de que también hubiera objetivos bélicos grandes o pequeños, “lo que se pretendía era llevar a cabo un experimento de entidad para verificar los efectos del terror aéreo”.

Gernika pasó a los anales como la primera ciudad europea devastada por la aviación. Muchas seguirían...

La Legión Condor en Euskadi

Hace algunas semanas, con motivo de una exposición sobre los bombardeos de Gernika y Durango organizada por la Fundación Sabino Arana, tuve la oportunidad de contemplar unas fotografías planimétricas pertenecientes a la colección particular del notario de Bilbao José María Arriola y cedidas por él para este evento. Las tomas aéreas, de una calidad excepcional, estaban ensambladas en un montaje mural formando el plano de conjunto de una franja estratégica por la que las tropas franquistas, después de conquistar un número de localidades importantes de Bizkaia, alcanzaron el 19 de junio de 1937 la meta principal de la denominada Campaña del Norte: el Gran Bilbao, con su distrito gubernamental, sus cárceles, Altos Hornos, fábricas de armas, plantas químicas y almacenes portuarios. Lo mejor de la tecnología fotográfica y de reconocimiento de la época aplicado al arte de la guerra. Tengo entendido que un juego de estos planos fue entregado al alto mando italiano para fines de coordinación en el campo de batalla.

Meses antes, al comienzo de la guerra y con el objetivo de apoyar el alzamiento de los militares contra la República, desde la Alemania nazi había llegado a bordo del carguero Usaramo un reducido contingente de voluntarios con gran cantidad de material bélico: aeroplanos desmontados, cañones antiaéreos, munición, aparatos de radio...

Su presencia en España era un secreto a voces en el marco de una operación a la que se asignó el pomposo nombre de Fuego Mágico -según parece, el führer estaba en la ópera viendo La Walkyria de Wagner cuando los enviados de Franco llegaron para pedirle audiencia- y recién desembarcados en el puerto de Cádiz, los alemanes llamaban la atención por sus vistosos trajes de paisano de color blanco (aprovechados del desfile inaugural de los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936). Ellos mismos, en un deprecatorio alarde de sentido del humor, se asignaron el mote de seifenhändler (vendedores de jabón).

Después de completar con éxito el traslado a la península del Ejército de África, tras innumerables vicisitudes y combates aéreos, una derrota traumática en los cielos de Madrid ante la irrupción inesperada de los cazas soviéticos y diversas reorganizaciones, esta tropa expedicionaria enviada por Berlín en auxilio de los sublevados estaba ya bien fogueada.

Contaba con gran cantidad de efectivos, incluyendo los aviones más avanzados de su tiempo, tropas de tierra, vehículos acorazados y el mando de un militar profesional de alta graduación, el teniente general Hugo Sperrle. Ahora se hacía llamar la Legión Cóndor, y a finales de marzo de 1937 se disponía a dar cobertura aérea a la invasión del Norte por las tropas franquistas. En dicha campaña fueron hechos de infame celebridad la destrucción de Eibar, Durango, Gernika y otras localidades vascas importantes.

Todavía en la actualidad corren regueros de tinta sobre los mencionados bombardeos, particularmente el de Gernika, que por su brutalidad y repercusión mediática adquirió entidad de símbolo universal de repulsa y condena de la guerra.

En el bando vencedor, unos dijeron que Gernika había sido dinamitada por milicianos rojos. Otros justificaban los ataques alegando el acantonamiento de batallones de gudaris. Asimismo hay quienes sostienen que Franco quiso asestar un golpe demoledor a la moral civil arrasando una ciudad que era símbolo secular de las libertades vascas.

También se ha dicho que Hitler y Mussolini tenían el propósito de poner a prueba su teoría de que las guerras no se ganan en el frente sino en la retaguardia. La realidad, sin embargo, es más prosaica: los alemanes bombardearon las ciudades vascas para conseguir que sus escombros colapsaran nodos ferroviarios, carreteras, puentes y otras infraestructuras de transporte, cortando la retirada de las tropas republicanas hacia Bilbao e impidiendo su reagrupamiento en puntos críticos del frente.

La consecuencia -no muy distinta de la que en fechas más recientes se ha podido apreciar en escenarios bélicos como los de Serbia, Irak, Libia o Siria- fue la pérdida de innumerables vidas civiles. En Gernika, la situación llegó a ser dantesca. El primer ataque provocó numerosos incendios y una densa humareda que impedía por completo la visibilidad. Las oleadas consecutivas de Ju-52, Heinkel He-111 y quizá también algunas máquinas italianas, dejaban caer sus bombas a ciegas sobre una muchedumbre aterrorizada que, tras haber salido de los refugios para apagar los fuegos o simplemente correr y ponerse a salvo en los campos próximos, fue sorprendida por una lluvia de metralla y cargas incendiarias.

Hoy podría pensarse que episodios como este eran propios de la barbarie de aquellos tiempos, de no ser porque todos los días los medios de comunicación nos están demostrando lo contrario. La conclusión evidente es que, por más que insistan los tecnócratas de la guerra, no existe eso que llaman "ataque quirúrgico". Las armas modernas producen los mismos efectos, independientemente de que quienes las empuñan sean tiranos o gobernantes democráticos elegidos por el pueblo. La utilización de aviones y bombas implica de modo inevitable la muerte de civiles inocentes.

La masacre de Gernika adquirió un significado universal no por haber sido tema de obras de arte o de propaganda, sino por atestiguar con absoluta crudeza los efectos de la arrogancia del poder en una época en que comenzaban a llevarse a cabo los primeros ensayos de la tecnología militar que se emplea en los conflictos bélicos de nuestros días, incluso en misiones de paz.

Todo lo anterior nos lleva a la cuestión de la responsabilidad. Por más que se han escudriñado los archivos alemanes tras la Segunda Guerra Mundial, no existe constancia documental de culpabilidades concretas con nombres y apellidos. Probablemente, y a falta de una evidencia más explícita, cabe admitir que la orden de arrasar Gernika partió de un estrato inferior en la escala de mando de la Legión Cóndor, y que la confusión y la brutalidad de la guerra se encargaron del resto.

¿Es ahí donde termina la historia? Deberíamos pensar que no. Cito las palabras de los historiadores alemanes Karl Ries y Hans Ring, autores de una obra de referencia sobre la Legión Cóndor: "Las críticas han de ir dirigidas contra aquellos cuya falta de juicio termina haciendo que las armas intervengan como último recurso en la resolución de un conflicto político. Quien prepara hombres jóvenes para el oficio de matar no debe sorprenderse de que aquellos se esfuercen por hacer bien su trabajo".

Estas palabras suenan un poco rastreras por el mensaje que transmiten entre líneas: los militares cumplían órdenes, los dictadores fascistas están muertos; así que caso cerrado. Pero tampoco se les puede quitar toda la razón. La responsabilidad histórica es real, importante y, en última instancia, insoslayable. Habla en favor del gobierno alemán haber reconocido la parte que le toca mediante su declaración del 28 de abril de 1997, pronunciada por el embajador Hening Wegener en nombre del entonces presidente federal, Roman Herzog.

De los gobiernos de España e Italia, desafortunadamente, no puede decirse lo mismo.

Narvik, "La llave de hierro"

La economía alemana padecía para equiparse para la Segunda Guerra Mundial dos grandes carencias: el mineral de hierro y el petróleo. Dos productos básicos que constituyen la sangre de un ejército en campaña.

A través de su Tratado con la URSS, el petróleo ruso fluía hasta Alemania por caminos que no podían ser interceptados por los Aliados. El mineral de hierro, en cambio, llegaba por vía marítima desde Suecia.

Durante los meses en que el mar Báltico se encuentra libre de hielos, los mineraleros alemanes navegaban por sus aguas lejos del alcance de buques y aviones franco-británicos. El resto del año cruzaba por ferrocarril la frontera entre Suecia y Noruega para ser embarcado en el puerto atlántico de Narvik.

Inglaterra y Francia buscaban, al comenzar el invierno de 1939, la forma de cortar el suministro de mineral de hierro que fluía hacia Alemania, frecuentemente en buques noruegos.

El ataque de la URSS a Finlandia les dio el pretexto. Un Cuerpo expedicionario de voluntarios podría ser desembarcado en Narvik para desde allí trasladarse en el ferrocarril del mineral hasta Finlandia. Noruega no podía negar el auxilio a su hermano escandinavo y la “llave de hierro” quedaría en manos Aliadas. Sólo su propia indecisión y las tropas alemanas anticipándose a la acción impidieron el éxito de este proyecto de Churchill.