viernes, 30 de diciembre de 2011

El patriotismo republicano de Manuel Azaña

Azaña y el proyecto de nación republicana


"El orgullo nacional es para los países lo que la autoestima para ios individuos: una condición necesaria para la autorrealización. Un exceso de orgullo nacional puede generar belicosidad e imperialismo, igual que demasiada autoestima puede producir arrogancia. Pero, igual que una autoestima demasiado baja le hace difícil a una persona demostrar su coraje moral, insuficiente orgullo nacional no favorece un debate contundente y real sobre política nacional. Para que ese debate sea imaginativo y productivo, se necesita una implicación emocional con tu propio país, sentimientos de una gran vergüenza o de orgullo encendido que sean evocados por las distintas etapas de su historia y por las distintas políticas nacionales de hoy día. Seguramente ese debate no se producirá a menos que el orgullo se sobreponga a la vergüenza".

Con estas palabras comenzaba el filósofo norteamericano Richard Rorty uno de sus últimos libros de reflexión política, Forjar nuestro país. El pensamiento de izquierdas en los Estados Unidos del siglo XX. Rorty constituye un ejemplo estimulante de un pensamiento político liberal, republicano y democrático, que está a mil leguas de cualquier pesimismo paralizador o de un intelectualismo distante. Las reflexiones políticas de Rorty son un ejemplo de racionalidad crítica que pide llevarse a la práctica mediante un programa legislativo con la vista puesta en la estela de aquel archiconocido, y no por ello descabellado, dictum marxiano que sugería a la filosofía preocuparse de cambiar el mundo y no sólo servir a su interpretación.
Y aunque la referencia de este preámbulo rortyano se refiera a la política de nuestro tiempo, tal vez no sea ocioso ni disparatado ligar los términos citados con la situación política de nuestro país, cuando España se adentra en el siglo XXI con incógnitas y problemas cuya respuesta, replanteamiento o simple disolución nos compete fundamentalmente a los españoles, a ser posible con suficiente discernimiento crítico y debate público. Sacar a colación reflexivamente una parte de nuestra historia a través de la obra de algunos de los intelectuales más representativos del pasado siglo y contemplarlos, una vez más, con los ojos del presente, puede ser una ocasión idónea para volver a pensar nuestro pasado, no con fines arqueológicos, sino constructivos.

Y ojalá podamos hacerlo con el espíritu que Rorty demanda a sus compatriotas, sobreponiendo el orgullo a la vergüenza o, dicho en términos de Habermas, promoviendo un patriotismo constitucional que no se fundamente en la defensa de la tradición o de las viejas esencias inmutables de una supuesta nación eterna, sino en los valores del Estado social y democrático de Derecho que significa, sobre todo, el propósito de establecer una sociedad plural e integradora cimentada en una cultura política de signo liberal y solidario.

Pero, en cualquier caso, como todo pasado no es nada en sí ni por sí mismo, y significa ni más ni menos lo que queremos que signifique, hemos de considerar que cualquier relato histórico debe tener en cuenta los múltiples claroscuros que componen la realidad histórica. Al fin y al cabo, como bien sabía el poeta Miguel Hernández, todos somos hijos de la luz y de la sombra, y desde ambas hemos de ir configurando los paisajes de la historia, sea de las ideas, de las cosas o de las naciones.

Manuel Azaña
Y en lo tocante al orgullo nacional y a la autorrealización de un proyecto de nación española democrática, liberal, moderna y europea, nuestra historia cuenta con una figura intelectual y política excepcional, la de Manuel Azaña Díaz, político controvertido donde los haya, destinatario de los más encendidos elogios, pero también de los denuestos más furibundos. Contemporáneos suyos como el republicano Salvador de Madariaga afirmaban que Azaña es "el español de más talla que reveló la etapa republicana... por derecho natural el hombre de más valer en el nuevo régimen, sencillamente por su superioridad intelectual... el orador parlamentario más insigne que ha conocido España".

Sin embargo, hubo personajes de la derecha reaccionaria que lo cubrieron de denuestos. Por ejemplo, la descripción que hace quien fuera propagandista del franquismo, Joaquín Arrarás, es muy reveladora: "Engendro espurio elevado a la más alta magistratura de una República abyecta por un sufragio pseudodemocrático corrompido y corruptor". Y otro franquista, Francisco Casares, se refiere a Azaña como "un monstruo, una congregación de ausencias morales y de coincidentes elementos formativos que resume, concentra y simboliza todas las culpas y todos los pecados."

En cualquier caso, tanto desde el elogio como desde el denuesto, el dato que parece evidente es que hay un número significativo de intelectuales que han concentrado en la figura de Manuel Azaña el destino y sentido de la II República española. Sin embargo, en este ensayo nuestra intención no es analizar el perfil histórico de Azaña como actor político o elemento decisivo en los destinos de la II República, primero como ministro de la Guerra y presidente del Gobierno, y luego como presidente de la República. Solamente pretendemos trazar el perfil de su idea de nación republicana en el marco de su concepción liberal de la política. Porque el gran proyecto de Azaña fue la construcción de una nación española republicana, liberal y europea que concluyó en su tiempo con un amargo fracaso pero que, sin embargo, constituyó un germen cuyos frutos más logrados y en una situación política y social bien diferente pudimos recoger los españoles en algunas de las líneas maestras del diseño político que trazó la Constitución de 1978.

La propuesta de la nación republicana, que es el gran proyecto de Azaña, no surgió de la nada. No fue un capricho o un invento que brotara al hilo de la caída brusca de una monarquía que había agotado definitivamente todo su crédito al apostar por la dictadura de Primo de Rivera como modelo político nacional, organizado en torno al desarrollo económico, la tutela militar y la minusvalía democrática. La idea republicana que tuvo en Azaña a uno de sus principales mentores y artífices venía a materializar la posibilidad más radical del proyecto de nación política que, inspirado en la Revolución francesa, habían consignado los diputados liberales de Cádiz en la Constitución de 1812: "La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos Hemisferios", rezaba el artículo primero; "La Nación española es libre e independiente, y no es, ni puede ser, patrimonio de ninguna familia ni persona", proclamaba el artículo segundo. Y el trascendental artículo tercero que declaraba solemnemente que "La soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales".

La historia política española desde el fin de la Guerra de la Independencia hasta la proclamación de la Segunda República es un complicado escenario donde, por un lado, se enfrentan durante más de cuatro décadas (desde 1833 a 1876) en guerras civiles el antiguo y el nuevo régimen: el principio monárquico absolutista encarnado en el carlismo, frente al principio monárquico liberal de los isabelinos. Por otro, la confrontación entre dos modelos del nuevo régimen representados por el liberalismo doctrinario de los moderados, basado en la teoría de la soberanía dual, la del Rey y las Cortes, y el liberalismo radical de los progresistas que no reconocía más soberanía que la nacional, aunque aceptase de hecho la institución de la Corona y la decisiva facultad del Rey para disolver las Cortes.

Y, tras la revolución de 1868 y la huida de España de Isabel II, la pintoresca búsqueda por parte del general Prim de un rey para España en las cortes europeas que cuajó en la fugaz monarquía electiva de Amadeo de Saboya y la efímera Primera República, cuyo fracaso dio paso a la gran maniobra de la Restauración urdida por Cánovas del Castillo para estabilizar el régimen monárquico sobre la base del turno de partidos, el conservador y el liberal, y una Constitución, la de 1876, que consagraba el modelo liberal doctrinario de soberanía teóricamente compartida (artículo 18: "La potestad de hacer las leyes reside en las Cortes con el Rey"), pero con un incremento sustancial del poder real. Y, finalmente, el trauma cívico de 1898 tras la guerra con Estados Unidos y la pérdida de Cuba y Filipinas seguido de la desmoralizante guerra de Marruecos, el desastre de Annual y el colofón de la Dictadura de Primo de Rivera.

De todo ello, lo más relevante para la dimensión política en que vamos a integrar la figura de Manuel Azaña es el surgimiento de un republicanismo nacional, del que Azaña será una de las figuras más relevantes, que vino a identificar la izquierda con la República y a rechazar de plano el liberalismo tradicional que, por su transigencia con el principio monárquico, habría arruinado en España la idea de la nación política, de la nación de ciudadanos, de la soberanía nacional sin restricciones, alumbrada por los revolucionarios franceses y adoptada por los constituyentes gaditanos como fundamento de un nuevo Estado español in statu nascendi.

Tanto para Azaña como para la mayoría de los intelectuales de la generación del 14, hijos todos de la crisis del 98, el gran error del liberalismo español del XIX habría sido su transigencia con la monarquía, tibieza que impidió llevar a fondo una revolución liberal similar a la francesa. "¿Es que alguien llama nación —dice un joven Ortega en 1909 ante la audiencia del Ateneo madrileño—, a una línea geográfica dentro de la cual van y vienen los fantasmas de unos hombres sobre los cadáveres de unos campos, bajo la tutela pomposa del espectro de un Estado?".

Azaña y Ortega: La rectificación del ideal nacional en un marco reformista 

Melquíades Álvarez
Pero vayamos por partes. El que fuera hombre emblemático, el símbolo para muchos de la II República española, Manuel Azaña Díaz, a pesar de llegar a ser conocido en el mundo de la política nacional de modo tardío, fue un hombre de intensa vocación pública que se había unido, a principios de la segunda década del pasado siglo, al Partido Reformista de Melquíades Alvarez, donde compartió militancia, entre otros, con los filósofos españoles Ortega y Gasset y García Morente, junto a los que estampó su nombre en octubre de 1913 al pie del manifiesto fundacional de la Liga de Educación Política, agrupación de intelectuales cuyo objetivo primordial era según los términos de su redactor, Ortega y Gasset "fomentar la organización de una minoría encargada de la educación política de las masas"'.

Luego, los intentos para lograr un acta de diputado reformista por la circunscripción de Puente del Arzobispo, en Toledo; y en septiembre del año 1923, tras la tibieza de Melquíades Alvarez ante el advenimiento de la Dictadura, la dedicación intensa de Azaña a la propaganda republicana con la fundación en 1926 de Acción Republicana y la constitución posterior, con el Partido Radical de Alejandro Lerroux y los radical-socialistas, de la Alianza Republicana, grupo clave en la gobernación de España en el bienio 1931-1933. Tenía ya Manuel Azaña los 50 años cumplidos cuando su nombre alcanzó resonancia en la política nacional como coautor del Pacto de San Sebastián, programa fundacional de la II República; y, tras la caída de la Monarquía, fue nombrado ministro de la Guerra del gobierno provisional e, inmediatamente después, presidente del Consejo de Ministros en octubre de 1931, tras la dimisión de Niceto Alcalá Zamora.

No era un desconocido, ciertamente, en los círculos intelectuales madrileños donde ejercía como ateneísta de pro. Además, había publicado numerosos artículos en periódicos y revistas, fundado una de ellas, la publicación literaria La Pluma, y dirigido en 1923 la revista España, cuyo primer director había sido Ortega y Gasset. También había dado a las prensas una peculiar novela autobiográfica, El jardín de los frailes, que tanto gustó a Besteiro o a Pedro Salinas, quien alababa su castellano genuino. Pero pocos de quienes lo conocían hubieran imaginado el irresistible ascenso en el conocimiento público de aquel hombre tímido, discreto y cortés, que dio al pensamiento y la palabra política una nueva dimensión.

Palabra política que deja la grandilocuencia y el caracoleo retórico de los oradores políticos decimonónicos para decir en lenguaje preciso cosas que la gente pudiese entender y sentir como propias: "No tiene aquellos grandes arranques llenos de sublimidad de los grandes parlamentarios del país —dice un escéptico y crítico Josep Plá. Sin embargo posee una ventaja: que siempre dice algo. Por eso sus discursos que oídos no tienen mayor interés, leídos producen un gran efecto".

Si exceptuamos su discurso escolar ante la Academia de Jurisprudencia de Madrid sobre la libertad de asociación, en 1902, la incursión de Azaña en el terreno vivo del discurso político se produce en 1911. El alcalaíno tiene ya 31 años, ha pasado más de ocho en su ciudad natal dedicado a los negocios familiares, pero la experiencia no ha sido enriquecedora. Es hora de cambiar de rumbo y nada mejor para ello que iniciar una aventura vital e intelectual europea. Acaba de ganar con el número uno la oposición que lo coloca en el Ministerio de Gracia y Justicia, por lo que decide solicitar una beca para ampliar su formación jurídica. La Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones científicas va a ser el cauce idóneo que lo lleve a Francia, a París, como había sido el vehículo que había permitido la formación alemana de otros compañeros de generación como Ortega o Besteiro.

Pero el Azaña que llega a París ("París no es para visto, sino para gozado, a sorbitos, con la delectación morosa de un pecador que pretende eternizar su pecado dice el autor en carta a su amigo José María Vicario el 11 de enero de 1912) es un hombre que lleva tras de sí unas ideas políticas que había madurado desde su juvenil disertación en la Academia de Jurisprudencia, y expuesto con amplitud vehemente en una conferencia pronunciada en la Casa del Pueblo de Alcalá de Henares a principios de febrero de 1911, titulada de modo significativo, "El problema español", una de sus obsesiones como político y hombre de pensamiento.

La impronta de los sucesos de 1898 y la reacción que provocó en la burguesía ilustrada española permea de principio a fin el discurso de Azaña, que paga, como otros intelectuales del 98, pero con un sesgo activista muy marcado, el inevitable tributo a la amargura, la desdicha y la vergüenza ante el espectáculo de una España que percibe secularmente estancada por la nulidad y la incuria de las clases gobernantes. Frente a lo que pintaba como un pasado desgraciado y un presente oscuro, Azaña, lejos de quedarse paralizado en la queja y el desengaño, que él mismo detecta en la juventud de esa generación, proclama la tarea de "correr en misión la tierra española queriendo persuadir a nuestros conciudadanos de que hay una patria que redimir y rehacer por la cultura, por la justicia y por la libertad".

Ortega y Gasset
En esto no difiere demasiado de otro gran "misionero" con el que siempre mantuvo relaciones difíciles ("Por lo visto, entre este hombre y yo, toda cordialidad es imposible", anota en su diario de 30 de julio de 1931), plagadas de desencuentros. Un intelectual brillante, ensayista mucho más conocido que él, y ya entonces, distinguido catedrático de Metafísica de la Universidad Central de Madrid, el filósofo Ortega y Gasset, que por esas fechas ya había tenido ocasión de exponer su ideario reformista y regenerador en diversos foros como la Casa del Pueblo de Madrid, la prestigiosa tribuna del Ateneo madrileño, la no menos acreditada e influyente sociedad liberal bilbaína "El Sitio", y, de modo especial en el Teatro de la Comedia de Madrid con su célebre conferencia sobre "Vieja y nueva política".

La vieja política es para Ortega la de la Restauración: "La España oficial - dice Ortega- consiste en una especie de partidos fantasmas que defienden los fantasmas de unas ideas y que, apoyados por las sombras de unos periódicos, hacen marchar unos ministerios de alucinación". La nueva política, la que defiende y promueve en nombre de la Liga de Educación Política Española, va más allá de la gestión de los asuntos de Estado y de Gobierno. Tiene que ser para Ortega algo tan elevado como una nueva actitud histórica que no se fundamente sólo en una transformación, por importante que sea, del Estado y el Gobierno. De lo que se trata, ante todo, es de alentar la libre espontaneidad de la sociedad, de un proyecto, en definitiva, de regeneración social tal como se venía demandando desde hacía tiempo por el institucionismo de inspiración krausista.

El objetivo común en este momento, tanto de Azaña como de Ortega, era una rectificación profunda del ideal nacional, un cambio de rumbo radical en la gobernación y en la vida españolas sobre la base de un programa liberal y democrático, capaz de superar lo que ambos consideraban como una vergonzosa ficción política: la Restauración canovista que habría mantenido subyugada a la nación, debilitado al Estado e impedido al pueblo español su acceso a la civilización, emblemáticamente representada por la idea de Europa, es decir, de la cultura y de la política liberal democrática.

Azaña y el patriotismo republicano

El liberalismo moderado no habría logrado en más de un siglo construir un Estado español eficaz y respetado. El problema español para Manuel Azaña, a comienzos de 1911, será precisamente el de instituir un Estado potente que, respetuoso de las libertades individuales, sea, en sus propios términos, "el restaurador del alma del pueblo, quien haga posible una nutrición fisiológica e intelectual y quien dispense la última y definitiva justicia. Porque de él -sigue diciendo- , de ese estado, con todos sus defectos de organización, con su ceguedad y su parsimonia, es del único Dios de quien podemos esperar que ese milagro se verifique".

Visión del Estado, que dicho sea de paso, contrasta ya con la del liberalismo del joven Ortega, quien advierte en un artículo escrito en febrero de 1915 para la recién creada revista España y titulado "La nación frente al estado" que hemos de aprender a esperarlo todo de nosotros mismos y a temerlo todo del Estado. El filósofo aboga por una política de nación frente a una política de Estado y se pregunta: "¿Se quiere un maestro y una orientación? Inglaterra, donde el Estado y sus instituciones son un adjetivo y nada más de la nación".

En cualquier caso, vemos ya que este liberalismo apuntado tempranamente por Azaña tiene un perfil peculiar, de aroma hegeliano, fuertemente estatista y no exento de rigorismo ni paradoja: se trataría de un Estado absoluto al servicio de las libertades públicas. Un Estado "propugnador y defensor de la cultura" y "definidor de derechos", cuyo logro sólo sería posible arrancando sus resortes de las manos de los partidos políticos de la Restauración. Y concluye su discurso ante el público alcalaíno de la Casa del Pueblo con tonos dramáticos: "Este despojo, esta desposesión, sólo puede hacerse de dos modos: o bien aceptando este nuevo espíritu a fuerza de propaganda, o bien de modo violento, entre sangre y lágrimas, sin propósito definido y con un incierto mañana. Entre estos dos caminos no hay término medio posible; que los que puedan pensar mediten sobre las ventajas de cada uno, pero que nadie piense que las cosas continúen como hasta aquí, porque esa continuación implica sencillamente la pérdida y acabamiento de España".

Mucho se ha hablado del afrancesamiento y de la francofilia de Azaña, evidente en muchos aspectos. Unos meses después de pronunciar su conferencia en Alcalá, Azaña recala en París donde reside desde noviembre de 1911 hasta finales de octubre de 1912. Un año decisivo, más que para ahondar en su formación civilista, para la expansión vital, el goce estético y la reflexión política sobre España desde la atalaya de la III República francesa. Dice Juan Marichal, gran estudioso de Azaña y primer editor de sus Obras completas, en su interesante conferencia "El intelectual y la política", pronunciada en la Residencia de Estudiantes de Madrid en 1989, que la Francia que busca Azaña es la de los doceañistas, la de los derechos de la humanidad, la afirmadora de la universalidad de la condición humana, y que el liberalismo que absorbe es la ideología del Partido Republicano Radical y Radical Socialista francés, que sintetiza el legado del liberalismo individualista con la noción de un Estado fuerte e interventor que preserve las libertades fundamentales. Pero, ciertamente, esa idea central en su concepción del republicanismo la llevaba ya con él en esbozo, como llevaba la idea claramente alemana, fichteana o hegeliana, del Estado cultural. Lo que sí hace en Francia, en todo caso, es perfilar los parámetros de estas abstracciones y tallar los modelos políticos que le permitan construir un republicanismo aplicable a la realidad española. La realidad francesa de la III República y, posteriormente, su análisis del papel de Francia en la Primera Guerra Mundial le proporcionarán un bagaje de ideas que luego desplegará con indudable brillantez en su pensamiento y práctica políticas.

Azaña, refiriéndose a su primera estancia parisina, afirma que Francia vivía entonces de acuerdo con unas normas que serían la trasposición de la ideología que el mismo fraguaba cuando, pensando en España, se entregaba al placer de rectificar lo tradicional por lo racional ("El espíritu público en Francia durante el armisticio. Razón de una actitud personal", La Pluma, 1920). Y airea una idea que va a reiterar bastante por estos años: la de que los acontecimientos franceses que se refieren a la política y la moral públicas ponen de manifiesto rasgos humanos universales. Idea que aparece en dos de sus trabajos más significativos de finales de los años 20 en el ámbito del pensamiento político: su primera conferencia en el Ateneo de Madrid, titulada "Los motivos de la germanofilia", en defensa moral de los aliados frente al imperialismo alemán, y sus Estudios sobre política francesa contemporánea (1918), un libraco -dice irónicamente el historiador Santos Julia-de esos que no interesaban a nadie, sobre la política del país vecino.

Traigo a colación en este punto el libro y la conferencia mentados para destacar dos conceptos conexos que me interesa apuntar por su relevancia para el pensamiento de Manuel Azaña: en primer lugar, la formulación del problema político central que atañe al republicanismo liberal; y, en segundo, el racionalismo universalista asociado a su idea de República como estado democrático y de cultura.

No deja de ser un poco extraño para el análisis político actual considerar que es precisamente en la organización militar del Estado donde se plantea la esencia del problema político republicano, pero ésa es precisamente la perspectiva de Azaña en 1918. ¿Y en qué consiste? Pues en el intento de solucionar el dilema que se plantea entre la autonomía de la conciencia individual, por un lado, y las exigencias del grupo nacional, por otro. Dos polos que es menester compatibilizar y armonizar mediante la intervención política.

Azaña, cuidadoso observador tanto del liberalismo británico como del republicanismo francés, es perfectamente consciente de que los derechos individuales, aquellos que se refieren a la salvaguarda de la persona, no son idénticos ni conmensurables con las obligaciones morales, relativas no ya a la protección individual sino a la estabilidad y seguridad de la nación, del grupo nacional. Son, dicho de una manera que Azaña no hace explícita pero que sí ejercita, los derechos del individuo como ser humano abstracto y universal frente a los derechos del ciudadano como miembro de una sociedad política concreta.Azaña es perfectamente consciente de la dialéctica entre ambos niveles y de la necesidad de la política republicana como mediadora de las tensiones mutuas.

"En la moral social — dice Azaña- la cuestión es de primer orden, porque se trata de hallar la razón justificativa de un sacrificio, del sacrificio temporal de la libertad y eventualmente del sacrificio de la vida en aras de la comunidad".

La solución de Azaña a este dilema entre la ética y la moralidad la encuentra en la metafísica rousseauniana de la convención, del contrato social: el acto de asociación entre individuos naturalmente libres, pero con libertad tan precaria como difusa, produce un ser moral y colectivo, la nación, el bien público, que se crea para mantener la fuerza y la libertad del individuo, de modo que se enajena a favor de la comunidad aquella parte de la libertad cuyo uso importa al bien común, determinado por la colectividad soberana. Y puesto que la vida, los bienes y la libertad se hallan protegidas por el Estado, al exponerlos en su defensa no haríamos otra cosa que devolver lo que hemos recibido de él. "Surge, pues, —dice Azaña— una entidad moral superior, la patria, que no es sino el Estado libre de que somos miembros y cuyas leyes aseguran nuestras libertades y nuestra felicidad". Y es sólo en nombre de esta patria de factura rousseauniana como puede exigirse a los ciudadanos el sacrificio por la nación. Este es para Azaña el verdadero sentido de la República como pacto político, como territorio del que surge la virtud cívica, la civilidad y la cultura.

Tal interpretación de la idea de nación política obliga a Azaña a elaborar una noción de patriotismo desvinculada de la relación monárquica, de la idea de clase o del sometimiento a cualquier otra fuerza que no sea la de la voluntad nacional expresada en la ley. A ello se dedica a fondo en la conferencia titulada "Los motivos de la germanofilia" pronunciada en el Ateneo de Madrid en mayo de 1917, que a mi modo de ver constituye un hito fundamental en la traza del pensamiento político azañista, donde el autor, además del análisis de la política española del momento respecto de la neutralidad gubernamental en la Primera Guerra Mundial, trasciende la estricta actualidad para enmarcar su análisis en unos principios generales que van a constituir el núcleo ideológico fuerte de su republicanismo liberal y que permearán lo fundamental de su discurso y práctica política posteriores. En ella amplía su noción de patria y de patriotismo como sentimiento o disposición del ánimo dirigidos hacia lo que Azaña concibe como

"un depósito de cosas morales, de ideas depuradas por el transcurso del tiempo, de virtudes heredadas... ese sentimiento patriótico, esa virtud cívica, es la que enciende en nosotros el deseo y nos presta la energía para sacrificarnos en pro de la patria, esto es, por el aumento y conservación de ese caudal de belleza, de bondad y libertad, en suma, de cultura, que es lo que nuestro país, como cada país, aporta en definitiva a la Historia como testimonio de su paso por el mundo y como ejecutoria de su nobleza"

El patriotismo es, por tanto, un conjunto de valores en última instancia culturales, que constituirían, en clave hegeliana, la aportación de nuestro país a la Historia universal. Pero la razón universal que subyace a la historia no es para Azaña la que ejemplifica el imperialismo alemán, ejemplo de conquista y dominio, similar a ojos del autor al imperialismo español iniciado por los Habsburgo y que es el que, según Azaña, los germanófilos españoles querrían implantar. La razón universal, si se nos permite utilizar esta terminología que no es de Azaña, es la anticipada por Rousseau, la encarnada ejemplarmente en el Estado republicano francés más que en el constitucionalismo liberal anglosajón: la racionalidad de los valores democráticos y humanitarios que sólo ha sido posible en toda su pureza en los tiempos modernos.

Casi quince años más tarde, tras la aprobación del Estatuto de Cataluña, siendo ya jefe del gobierno, en otro de sus discursos más líricos y emotivos ante sus correligionarios vallisoletanos vuelve a insistir en la idea de que lo español, si ha de serlo en plenitud, no puede ser sino una modalidad de lo humano universal. Universalidad que Azaña ve encarnada con exclusividad en el Estado republicano, al igual que Hegel la veía materializada en el Estado prusiano. Y aprovecha para dar otra vuelta de tuerca a su concepción del estado republicano:

"La República no puede ser sólo un sentimiento político ni una idea política... La República tiene que ser una escuela de civilidad moral y de abnegación pública, es decir, de civismo. La relación entre el hombre y la República se establece a través del Estado, y servir al Estado, someterse al Estado, negar la persona propia delante del Estado, es la expresión concreta del espíritu republicano"

Diego Martínez Barrio
No es de extrañar, por tanto, que ideas como las expresadas en este último párrafo suscitasen las reservas e inquietudes de algunos de los republicanos más comprometidos de su tiempo, con una visión del republicanismo menos estatalista, más próxima a la concepción liberal anglosajona que a la francesa, como es el caso de Diego Martínez Barrio, presidente del Gobierno, del Congreso de los Diputados en 1936 y de la República Española en el exilio, quien en sus Memorias afirmaba, en relación con estos planteamientos azañistas, que "éstas no eran las ideas nutricias del republicanismo tradicional, defensor del equilibrio de poderes, ni de las definiciones ortodoxas de los derechos individuales, ni de las ideas circulantes acerca del ejercicio de la libertad".

Azaña es un político racionalista y cree que el recto uso de la razón práctica política es la única potencia capaz de trascender los escollos de la emoción, el sentimiento o el carácter nacional; y está convencido de la existencia de verdades políticas irrefutables, racionalmente separables de las falsedades, de modo que es tarea inexcusable del político dar con ellas para, a continuación, trasladarlas a la práctica. El rigorismo racionalista de Azaña le lleva a decir —en un artículo de 1924 para la revista España titulado "La inteligencia y el carácter en la acción política"— que "la acción política es un movimiento defensivo de la inteligencia, oponiéndose al dominio del error" y que "sólo quien está poseído de la verdad puede ser intransigente y fanático, o, como suelen decir, sectario; sabemos cuál es la deslavazada contextura de los vividores y ambiciosuelos: dóciles a las circunstancias, más que por falta de moralidad, por sobra de descreimiento". Y remata su razonamiento afirmando que: "Es gente de corte intelectual (Robespierre y Lenin) quien suele dar en las circunstancias de un momento histórico, los tajos más terribles. La razón es que un orden contrario a la verdad reconocida les parece falso, como un teorema que se opusiera al principio de identidad o al de contradicción; y la inteligencia no es libre: es sierva de de la verdad".

En estas palabras queda condensado el sustrato teórico de la política azañista, que posteriormente se irá desplegando al hilo de los problemas específicos de la realidad española. Pero la traza del republicanismo liberal de Manuel Azaña, y esa es una de sus más preciadas cortesías como pensador político, queda explícita con aquella claridad a la que nunca renunció: el Estado republicano ha de ser un Estado integral al servicio de la libertad, en el marco de una democracia participativa. Libertad de hacer lo que sea menester hacer, tras el discernimiento racional, para consolidar y acrecentar el régimen republicano. Seguramente Azaña concordaría plenamente con aquella idea de Baruch de Espinosa en su Etica-. "El hombre que se guía por la razón es más libre en el Estado, donde vive según sus leyes que obligan a todos, que en la soledad, donde sólo se obedece a sí mismo".

Azaña y su visión de la autonomía política: el problema catalán 

Y en el marco de su republicanismo liberal, que reposa sobre la idea del individuo soberano como sujeto de derechos, y la idea de nación o Estado republicano como marco histórico donde el ser humano cumple sus destinos, cabe referirse, para concluir, a uno de los rasgos centrales de su proyecto de Estado republicano español que constituye uno de sus logros políticos de mayor calado: la reorganización de un Estado integral sobre la base de la autonomía de las regiones.

El diseño de una nueva forma de Estado, inédita en la historia del Derecho Público, es una de las manifestaciones del racionalismo azañista aplicado a la construcción de la nación republicana española y, tal vez, uno de sus legados más importantes, al recuperar la Constitución española de 1978 lo fundamental de su andamiaje para la configuración del Estado regional o "de las autonomías".

En el discurso que le valió la presidencia del Gobierno, pronunciado el 13 de octubre de 1931, Azaña había afirmado, en relación al artículo 26 de la Constitución, que la revolución política había resuelto un problema capital, aboliendo la monarquía e instaurando la República, pero que había dejado planteados otros tres asuntos decisivos: el problema social (reforma de la propiedad), el problema religioso y el de las autonomías locales y regionales.

El núcleo central de este último lo constituía el problema catalán, de modo que el fracaso en el empeño de resolverlo equivalía para Azaña al fracaso mismo de la II República. Un problema, es cierto, de larga data pero que se había enconado especialmente en el periodo de la Dictadura de Primo de Rivera al suprimirse la Mancomunidad catalana que se había constituido por Real Decreto de 26 de marzo de 1914. Como consecuencia, el sentimiento regionalista catalán sufrió un profundo agravio y se convirtió de modo rápido en separatismo.

Azaña aborda inicialmente el problema en un discurso en Barcelona en marzo de 1930, en el que habla por vez primera de "cohesión nacional" y donde se refiere a una España con Cataluña "gobernada por las instituciones que su voluntad libremente expresada quiera darse; una unión libre de iguales en el rango...sin pretensiones de hegemonía de los unos sobre los otros", e incluso llega a dar por bueno un hipotético derecho de separación si la voluntad catalana así lo decidiese:

"He de deciros también que si la voluntad dominante en Cataluña fuese algún día otra, y resueltamente quisiera remar sola en su barca, sería justo pasar por ello, y no habría sino dejaros ir en paz con el menor destrozo para los unos y los otros... No se dirá que no soy liberal"

Para poner en contexto estas afirmaciones hay que comprender el marco en el que se producen y la influencia que sobre los nacionalismos europeos había ejercido el principio político del Estado-nación ejemplificado en la conocida fórmula wilsoniana del derecho de autodeterminación de los pueblos, surgido en la postguerra europea para disolver los imperios alemán, austro-húngaro y turco tras su derrota en la Primera Guerra Mundial.

Sin embargo, la posición del Azaña gobernante será mucho más matizada que la expresada en el discurso de Barcelona. Un dato de interés, que merece ser destacado en la visión azañista del problema político, es que la Generalitat de Cataluña, apenas iniciados los debates sobre la Constitución, había remitido en agosto de 1931 un texto del Estatuto de Cataluña redactado "en ejercicio del derecho de autodeterminación que compete al pueblo catalán" con el propósito de que las Cortes constituyentes lo sancionaran y promulgaran sin ningún debate sustantivo. En la resolución y encauzamiento de este problema así planteado el papel racionalizador de Azaña va a ser fundamental y a ello dedicará el que tal vez sea su discurso parlamentario más importante, pronunciado el 27 de mayo de 1932, en el que vuelve sobre su idea de la acción política como una tradición regida por la razón.

La posición del racionalismo azañista en relación con la manera de cohonestar el texto remitido por la Generalitat y la recién aprobada Constitución republicana es de gran interés: el Estatuto de Cataluña ha de encajarse no solamente en el marco constitucional sino acordar, como tan acertadamente ha visto García de Enterría, con los principios y límites conceptuales que emanan de la totalidad de la Constitución misma: el principal es que la Constitución republicana define un Estado unitario y no federal y que no hay más ciudadanía políticamente hablando que la española. Así afirma Azaña ante el Congreso de los Diputados el 27 de mayo de 1932 al rematar la discusión sobre el proyecto de Estatuto de Cataluña que

 "'votadas las autonomías, ésta y la de más allá, y creados éste y los demás gobiernos autónomos, el organismo de gobierno de la región -en el caso de Cataluña, la Generalidad- es una parte del Estado español, no es un organismo rival, ni defensivo ni agresivo, sino una parte integrante de la organización de la República española. Y mientras no se comprenda así, señores diputados, no entenderá nadie lo que es la autonomía... Es pensando en España, de la que forma parte integrante, inseparable e ilustrísima Cataluña, como se propone y se vota la autonomía de Cataluña, no de otra manera."

Esta es su solución, realmente innovadora, al problema político de las autonomías, que no tenía antecedente ni referencia histórica previa ni en el ámbito español ni en el europeo y cuyo fracaso posterior le provocará una profunda decepción que pone de manifiesto en dos de sus artículos escritos al final de su vida, ya fuera de España, especialmente "Cataluña en la guerra" y "La insurrección libertaria y el eje Cataluña-Bilbao", que le aproximan a la valoración orteguiana del problema. Un Azaña pesimista, lejos de aquel brioso diputado y presidente del Consejo de Ministros que critica a Ortega por haber considerado éste en la tribuna parlamentaria que el problema catalán es insoluble y que lo más que cabe es conllevarlo, viene a reconocer que el mentado problema "está muy lejos de ser una cuestión artificial. Es la manifestación aguda, muy dolorosa, de una enfermedad crónica del cuerpo español. Desde hace casi siglo y medio, la sociedad española busca, sin encontrarlo, el asentamiento durable de sus instituciones".

Afortunadamente la solución novedosa apuntada por el republicanismo español de entonces encontró su cauce en el título VIII de la Constitución española de 1978 y en el marco de ideas de las que Azaña fue pionero, no ya como un teórico abstracto del republicanismo liberal sino como un político comprometido con el proyecto de convertir la España baqueteada por una monarquía agotada y sin norte en un nuevo Estado republicano democrático, social, laico y de vocación europea.



miércoles, 28 de diciembre de 2011

Centenario del nacimiento de Ronald Reagan

Aprincipios de la crisis que nos asóla algunos invocaron al 40° presidente estadounidense. A Ronald Reagan (1911-2004) se le culpaba de impulsar una liberalización excesiva cuyo precio estaríamos pagando hoy. El debate sobre su papel continúa, aunque el republicano, desde luego, abogó por el mínimo intervencionismo estatal en la economía de su país. Su credo, que se ganó el nombre de "Reaganomics", se concretaba en una disminución de los impuestos, la reducción del gasto público y la desregulación del sistema financiero. Fuera como fuese, Estados Unidos salió durante su mandato de una frustrante mezcla de recesión e inflación, mientras en política exterior veía el principio del fin de la guerra fría. Como demuestran las encuestas, para los estadounidenses, la de Reagan fue una de las mejores presidencias de la historia (1981-89). No sorprende que la National Portrait Gallery de Washington le dedique una muestra imponente en el centenario de su nacimiento.


No siempre fue así

Inicialmente considerado un actor de segunda metido a político, casi todo el mundillo intelectual le subestimó. La revista Time, por ejemplo, le nombró "hombre del año" tras su victoria sobre Jimmy Cárter en las elecciones de 1980, pero dijo que "había tenido suerte". Era fácil considerar su pasado profesional como un mal currículo en su nueva etapa como estadista. Sin embargo, sus dotes comunicativas, desarrolladas en sus inicios como locutor deportivo de radio (en la emisora WHO de Des Moines, Iowa, 1934-37) y en su trabajo en Hollywood, se revelaron cruciales. Por otra parte, su bagaje iba mucho más allá de las producciones de serie B. Ya desde principios de los años cuarenta afiló sus habilidades negociadoras involucrándose en el gremio de actores. En los cincuenta trabajó para General Electric, presentando su programa de televisión y ejerciendo como portavoz en visitas a sus más de cien plantas en todo el país. Reagan redactó sus propios discursos para estos tours y escuchó a infinidad de trabajadores de GE. Fueron unas inestimables tablas políticas. Tras su entrada en el Partido Republicano, fue elegido por dos veces gobernador de California. El siguiente salto le llevó a la Casa Blanca.

Su campechania
Su optimismo en las intervenciones públicas y su firmeza en política exterior le granjearon unos elevados niveles de confianza entre la ciudadanía. Hasta el punto de que ni siquiera el escándalo del Irangate afectó a su imagen. Nada malo se "pegaba" a Reagan. Por eso la congresista demócrata Patricia Schroeder le llamó en su día "el presidente teflón".

Recreando una antigua ciudad griega

Una antigua ciudad griega aparecida en la obra de Homero, la Ilíada, está siendo "levantada" por ordenador desde las profundidades del mar Egeo.

Gracias al uso de un equipo de vanguardia bajo el agua y software de reconstrucción, los arqueólogos y los científicos informáticos se han unido para recrear digitalmente el mapa y el puerto de una ciudad de la Edad del Bronce, que fue tragada por las olas hace 3.000 años.

Es la primera vez que una ciudad sumergida ha sido completamente reconstruida en imágenes 3D. Toda la ciudad -que cubre unas 20 hectáreas- ha sido objeto de reconocimiento en definición ultra-alta, con un margen de error de menos de tres centímetros. La lectura -realizada por un equipo de arqueólogos de la Universidad de Nottingham- es objeto de un especial de la BBC 2 documentales, recientemente emitido en el Reino Unido.

El nombre original y la condición política del sitio es un completo misterio. Las evidencias sugerían hasta ahora que floreció entre los años 2000 y 1100 a.C., con un momento de máximo esplendor en un período de dos siglos, 1700-1500 a.C., para ser luego abandonado cerca de un siglo antes del final del milenio. Es posible que, en su apogeo, la ciudad fuera un satélite comercial o político de la antigua civilización minoica, que floreció en la isla de Creta, a casi 150 kilómetros al sur.

Todo parece indicar que al final de sus días, la ciudad funcionó como un puerto importante de la civilización micénica -y bien podría haber sido uno de los centros de población más importantes del Reino de Laconia (micénica era Esparta), en el estado asociado con la leyenda homérica el rey Menelao y su reina adúltera, Helena, cuya famosa decisión de huir a Troya con su amante troyano fue la causa de la guerra de Troya.

Ciertamente, el sitio podría haber sido una ciudad destacada con alrededor de 2.000 habitantes en el momento en el que tradicionalmente se asocia con Menelao y la conocida guerra (al parecer, hacia el 1200 a.C.). Es casi seguro que no fue uno de los principales centros políticos de la Edad de Bronce de Laconia, a unos 100 km más al norte. Pero bien puede haber sido que el puerto principal para el comercio con Creta, las islas del Egeo y Anatolia, la actual Turquía.

Dirigido por el arqueólogo marino, Jon Henderson de la Universidad de Nottingham, el equipo ha situado hasta el momento decenas de edificios, media docena de las principales calles y templos religiosos y hasta una necrópolis con varias tumbas. Toda la ciudad se encuentra 4 metros bajo la superficie del mar Egeo, justo frente a las costas de la península oriental de la región sur del Peloponeso, en Grecia.
 
En el corazón de la ciudad se levantó una plaza de 40 metros de largo por 20 metros de ancho. La mayoría de las casas contaban con casi una docena de habitaciones. Uno de los edificios más grandes también tenía importantes instalaciones de almacenamiento con productos alimenticios importados.La ciudad se hundió bajo el mar durante una serie de terremotos en la zona, probablemente en el I Milenio a.C.
 
"La topografía de la ciudad ha supuesto una operación única. Se trata de uno de los pocos lugares en el mundo donde un arqueólogo marino puede, literalmente, nadar a lo largo de una calle sumergida perteneciente a una ciudad antigua o buscar dentro de una tumba", dijo el Dr. Henderson. "La información que hemos podido obtener a través del estudio nos da una visión sin precedentes al detalle del aspecto que debía de tener una ciudad en la Edad de Bronce",

viernes, 23 de diciembre de 2011

El saqueo de las momias egipcias

Si por algo llama la atención la civilización faraónica es por su cercanía con la muerte. Su larga tradición funeraria refleja el esfuerzo invertido para hacer más llevadera la eternidad. Tumbas, tesoros y momias parecen querer retener al difunto en su hogar terrenal. Y es que la felicidad de todo egipcio pasaba por construirse un "bello enterramiento" en el valle del Nilo. En uno de los textos más apasionantes de la literatura egipcia, el desafortunado Sinuhé expresaba su ferviente deseo de regresar a Egipto para ser enterrado según la tradición. Exiliado en Siria-Palestina entre los beduinos, en caso de no volver, estaría condenado a tener como última morada un simple túmulo y, en lugar de un ataúd, la piel de un carnero. En otro relato, que cuenta la historia de Unamón, el protagonista evocaba desde la lejana Biblos su triste destino: "¿No ves las aves migratorias que, ya por segunda vez, descienden hacia Egipto? Míralas, van hacia las marismas. Y yo, ¿hasta cuándo habré de permanecer aquí abandonado?". 

La tumba era, pues, una obra en vida. Dado que el difunto se hacía acompañar de todo lo que necesitaría en su viaje al Más Allá, los más ricos se rodearon de un valioso ajuar. Además de objetos realizados en metales y piedras preciosas, incluían vestidos de lino o muebles. Con tanto tesoro escondido, no es extraño que Egipto sufriera la lacra del pillaje. Las sepulturas, especialmente las pertenecientes a faraones y reinas, fueron objeto de un saqueo sistemático. Poco podía hacer el dios Anubis, señor de la orilla occidental y protector de las necrópolis, para salvaguardar su feudo sagrado.

La venganza de la momia
La arqueología demuestra que desde las primeras épocas, cuando las tumbas consistían apenas en hoyos excavados en el desierto, los robos eran ya una práctica habitual. Con el tiempo nació una elite que invertía gran parte de su capital en el ajuar funerario, y las riquezas de ultratumba no dejaron de tentar a los más espabilados. Pero fue sobre todo en épocas de crisis cuando aumentaron los saqueos, pues la administración era incapaz de organizar la vigilancia de las necrópolis. La sensación de inseguridad marcó muy pronto la mentalidad de los egipcios. Numerosos textos, como Las lamentaciones de Ipuwer, denuncian el estado de abandono de muchas sepulturas. Se relata con estupor cómo "las pirámides han sido vaciadas", pues "el ladrón está en cualquier lugar". 

Ruinas del templo funerario de la reina Hatshepsut. 
Conscientes de la vulnerabilidad de sus moradas de eternidad, se sirvieron de la magia para protegerlas. Escribieron en su interior mensajes amenazadores para todo aquel que intentara hacer daño a la momia. El difunto apela a la justicia divina, pero, por si acaso, advierte de castigos. Por ejemplo, "retorceré su cuello como a una oca", o "que un cocodrilo le ataque en el agua, que una serpiente le ataque en la tierra, a aquel que haga algo contra esto (la tumba)". En cada uno de los cuatro puntos cardinales de la cámara que contenía el ataúd, se solía colocar un "ladrillo mágico" de barro con fórmulas de protección para crear un espacio invulnerable. Pero, aun así, el balance es desolador. Sabemos que en ocasiones el robo ocurría muy poco después del cierre de las tumbas, y en otras cuando caían en el olvido. En ciertos casos existen pruebas de que los ladrones tuvieron que abandonar rápidamente su empeño, como en el caso de la tumba de Tutankhamón, pero en otros el desvalijamiento fue completo. 

El tipo de sepultura nunca fue un obstáculo. Hoy por hoy se puede afirmar que todas las pirámides han sido saqueadas. El hecho de que a principios del Reino Nuevo (ss. XVI-XI a.C.) las tumbas pasasen a excavarse en los desfiladeros de las montañas tampoco disuadió a los delincuentes. El cambio respondió a una nueva tradición funeraria asociada al mundo subterráneo de Osiris, pero ciertamente se volvieron menos accesibles. Es el caso de las necrópolis de Tebas, con el Valle de los Reyes y el Valle de las Reinas a la cabeza. En ocasiones estaban situadas en lugares infranqueables y, una vez cerrada, la entrada quedaba discretamente oculta con piedras. Cuando, a finales del Reino Nuevo, las tumbas se construyeron en el valle, con una entrada bien visible, muchas de ellas quedaban camufladas por las aguas torrenciales.

Corrupción en la necrópolis

Pero la historia de los robos de tumbas en Egipto es en su mayor parte silenciosa. La falta de documentación de los primeros períodos está generosamente compensada por el gran número de papiros que se han conservado a partir del Reino Nuevo. Su estudio ha revelado que fue a finales de la época ramésida (última parte del período) cuando el pillaje puso en jaque al Estado. Los robos fueron tan generalizados que, más allá del delito, mostraban que eran producto, como ha calificado el egiptólogo Pascal Vernus, de una profunda crisis de valores. La sociedad del momento buscaba un enriquecimiento fácil en medio de una profunda crisis económica. El precio exagerado de los productos básicos y la corrupción extendida eran un buen caldo de cultivo. El robo era tácitamente aceptado en esta economía de trueque, pues los objetos circulaban libremente sin reparar en su procedencia. Así, por ejemplo, la esposa de un ladrón confesaba al tomársele declaración: "Tomé la parte (del botín) de mi marido y la guardé en la despensa; luego tomé un deben (medida egipcia) de plata de allí y lo usé para comprar grano". 

El Estado egipcio contraatacó endureciendo la legislación del Derecho criminal. Por cada denuncia de robo se crearon comisiones de investigación. Para esclarecer los hechos, se verificaba in situ el estado de las tumbas. Se practicaban interrogatorios a los sospechosos, durante los cuales se les llegaba a golpear con un palo o a retorcer pies y manos. Todo ello quedaba expuesto en largos procesos judiciales. La sentencia para los más afortunados consistía en diversos castigos corporales, como cortar orejas o nariz, aunque la pena por robo era normalmente la muerte, dictada por el faraón. En este clima, la vigilancia de las necrópolis se volvió fundamental, y a esta labor se consagró un cuerpo de policía. En el Valle de los Reyes, los llamados medjay vigilaban desde distintos puestos la zona de los hurtos y de las incesantes incursiones de bandidos libios. En otro cementerio de gran relevancia como fue el de Amarna, fundado por el faraón Ákhenatón, aún existe el entramado de caminos por los que patrullaban los vigilantes.

Restos del poblado de artistas situado en Deir el Medina.
Este escenario turbulento nos es conocido gracias a un gran número de actas que detallan meticulosamente los numerosos juicios acaecidos bajo los reinados de Ramsés IX, Ramsés X y Ramsés XI. Su estudio muestra que son bandas muy bien organizadas que cubrían la completa logística del robo. Desde agentes de comercio que sacaban las piezas al mercado y barqueros para cruzar el río hasta canteros para abrir los túneles a través de la piedra y fundidores para obtener oro, plata y, sobre todo, cobre. Lo más sorprendente es que las acusaciones salpicaron también a las esferas públicas. Dado que la vigilancia era cada vez mayor, los ladrones tuvieron necesariamente que contar con cómplices en la administración. Escribas, jefes locales, guardianes de la necrópolis e incluso miembros de los templos aparecen entre los acusados que, como poco, se dedicaron a aceptar sobornos.

Ladrones y ladronzuelos

Los papiros ramésidas nos brindan una información privilegiada. Detallan las confesiones de los acusados poniendo nombre e historias a estos ladrones. Dramas personales como el de una viuda que ve cómo los cómplices de su marido difunto le reclaman su parte del botín. Muchos de ellos vivían en la región, sobre todo en la localidad de Maiunehes, a pocos kilómetros de Tebas. La red de traficantes implicaba a veces a varios miembros de una misma familia. Y, en ocasiones, a gentes tan insospechadas como un grupo de hombres de la región de El Fayum, lugar donde casualmente se encontraba uno de los harenes reales y, según algunos autores, posible destino de piezas robadas. El negocio era lucrativo para todos. Un dato es significativo: analizando el célebre affaire del robo de la tumba de Sobekemsaf II, un faraón poco relevante en la historia, se ha calculado que el botín de cada uno de los ladrones ascendió a 20 deben de oro (1,82 kg). Es decir, 1.440 veces el poder adquisitivo del salario anual en cereales de un jefe de obras. El cabecilla de esta banda confesaba sin pudor ante los jueces: "Entonces yo, junto con los otros ladrones que estaban conmigo, continué hasta hoy practicando el robo de las tumbas de los nobles... Gran número de gentes del país las roban también...".

Pero si en algún lugar la palabra robo se consideraba un agravio era entre los miembros de la aldea de artistas de Deir el Medina. Ellos fueron los encargados de construir las tumbas del Valle de los Reyes y, por tanto, conocían los secretos de su localización y contenido. Una sospecha suponía el desprestigio para toda la comunidad. Por eso, cada uno de ellos estaba obligado por juramento a denunciar cualquier intriga, so pena de ser considerado cómplice. Motivos para el delito no les faltaban, pues, al grito de "tenemos hambre", mostraron su desesperación ante el impago de los sueldos y los almacenes vacíos de grano. Los culpables eran juzgados por el propio tribunal de la ciudad, que no siempre acertó en su veredicto. El pintor Amenua fue absuelto de haber participado en el robo de la tumba de Ramsés III, cuyo botín, en realidad, había escondido en el sótano de su casa, como han descubierto los arqueólogos.

Pero el caso más llamativo ocurrido en Deir el Medina fue la actuación contra uno de los suyos, el capataz Paneb, relatada en el Papiro Salt 124 (hoy en el British Museum). Paneb vivió durante el reinado de Seti II y fue uno de los miembros más influyentes, en calidad de jefe de uno de los dos equipos de trabajo. Su conducta ambiciosa y violenta le acarreó no pocos enemigos. Fue precisamente uno de ellos, Amennakht, hermano de su antecesor en el cargo, quien presentó las denuncias. Entre los delitos estaba el de pillaje de varias tumbas. Se le acusó de haber sustraído piedras y parte del mobiliario de la sepultura del propio Seti II, cuya construcción estaba a su cargo. El tribunal creyó erróneamente en la inocencia de Paneb, porque dichas piedras se han encontrado reutilizadas en el interior de la tumba del capataz. Sin embargo, parece que éste no se libró de la acusación de robo en la tumba de Henutmira, una de las esposas de Ramsés II, en el Valle de las Reinas. El hallazgo en su casa de un objeto procedente del ajuar de la Reina le delató. Paneb desaparece de las crónicas de la aldea, probablemente por ser condenado a muerte. Corría el año 6 de Ramsés III, a principios del s. XII a.C.

Medinet Habu, antiguo centro administrativo egipcio. 
Tierra de nadie

Desde el reinado de Ramsés IX, a finales de ese mismo siglo, la situación en la orilla occidental de Tebas se volvió incontrolable. Se cayó en un círculo vicioso en el que nada parecía librarse del saqueo. La tumba de la reina Isis, esposa de Ramsés III, que se inspeccionó en el año 16 de Ramsés IX y se halló intacta, fue desvalijada solo catorce meses después. Incluso los grandes templos funerarios, como el Rameseo o el templo de Medinet Habu, fueron objeto de continuos robos. A Piankhy, el sumo sacerdote de Tebas, se le ocurrió financiar su guerra con Nubia con los tesoros extraídos de las tumbas que él mismo ordenó abrir. La situación política no era menos complicada. Egipto pasaba por uno de sus momentos más difíciles, con una separación de poderes entre el norte y el sur como solución a la crisis. En el año 19 del reinado de Ramsés XI, quien seguía gobernando desde la ciudad de Pi-Ramsés, Tebas nombró como soberano a Herihor, el sumo sacerdote de Amón. Comenzaba así una nueva era también en la historia de los robos de las necrópolis tebanas. Los papiros reflejan que se intensificaron la vigilancia y los arrestos. Y es muy curioso que uno de los instigadores, el alcalde Pauraa, fuese el mismo que años atrás había sido acusado de pillaje. 

En tiempos caóticos, soluciones drásticas. Esto es lo que debió de pensar Herihor cuando decidió trasladar la momia de Ramsés II, llamado el Grande, a la tumba de su antecesor, Seti I, convertida en una especie de tumba colectiva. Hasta entonces, las autoridades se habían limitado a realizar inspecciones periódicas y a restaurar alguna de las sepulturas. Pero los sacerdotes tebanos de las dinastías XXI y XXII fueron más allá, recopilando las momias de sus venerables faraones ante la inseguridad que reinaba en el Valle de los Reyes. Las sacaron de sus tumbas originales y las escondieron en lugares seguros. Fueron desprovistas de sus joyas y amuletos y nuevamente vendadas, y en la tela se inscribió el registro de su nueva aventura. Durante el gobierno del sumo sacerdote Pinedjem se escogió la tumba de Amenhotep II (KV 35) en el Valle de los Reyes, donde se han encontrado los cuerpos de Tutmosis IV, Amenhotep III, Mereptah, Seti II, Siptah, Ramsés IV, Ramsés V o Ramsés VI. Años más tarde, otras momias fueron trasladadas a una inaccesible sepultura situada en Deir el Bahari (la TT 320), propiedad de la reina Inhapi, de principios del Reino Nuevo. En ella se almacenaron cerca de cincuenta cuerpos, incluyendo reyes de la dinastía XVII a la XXI. Entre ellos figuraban Seqenenra, Amosis I, Amenhotep I, Tutmosis I, Tutmosis III, Seti I, Ramsés II, Ramsés III y Ramsés IX. Otros tres escondrijos se han descubierto con numerosas momias de sacerdotes tebanos. ¿Dónde fue a parar entonces el ajuar de estos grandes faraones? Este acto supuestamente piadoso no deja indiferentes a los historiadores, que dudan del altruismo de la cruzada. El asunto reportó al Estado una cantidad de oro y plata que compensaba la falta de ingresos de la nueva dinastía. Parte de los tesoros se han encontrado reutilizados en las tumbas de los monarcas de las dinastías XXI y XXII localizadas en la nueva necrópolis real de Tanis, y otra parte seguramente debió de desaparecer al fundirse.

EL MAYOR JUICIO DEL ANTIGUO EGIPTO 

Un proceso por apropación indebida que se acabó convirtiendo en circo

Sobekemsaf II
  • DOS ALCALDES Si hay que destacar un juicio por robo de tumbas, sería el celebrado en Tebas en el año 16 del reinado de Ramsés IX, a finales del siglo XII a.C. En este affaire se vieron implicados altos cargos de la administración y miembros del clero de la ciudad. Lo acontecido lo relatan minuciosamente varios papiros, que desvelan una rocambolesca historia de rivalidades y poder. Los protagonistas fueron Paser (alcalde de Tebas-este) y Pauraa (alcalde de Tebas-oeste, donde se localizan los cementerios, y jefe de la policía de Deir el Medina).
  • COMISIÓN VENDIDA El escándalo se produjo cuando Paser denunció a Pauraa por robo en las necrópolis tebanas. La acusación era muy grave, pues implicaba que el delito se cometía con el consentimiento de Pauraa -quien debía velar por su seguridad- y la complicidad de los obreros de Deir el Medina. Comenzó entonces un juego de acusaciones que sublevó a los habitantes de la aldea contra Paser. La comisión de investigación, creada por el propio Pauraa claramente en su defensa, no fue objetiva. Solo tuvo en consideración el saqueo de la pirámide del rey Sobekemsaf II, obviando otros pillajes descubiertos y exculpando a los artesanos. El juicio tuvo lugar en el templo de Karnak. Pauraa utilizó bien sus influencias políticas. Contando con el apoyo de gran parte del tribunal y, sobre todo, del gobernador de Tebas, logró salir indemne del caso.
  • ALBOROTO COLATERAL Pero con los interrogatorios se destapó otro asunto: que gran parte de los implicados en el robo de la tumba de Sobekemsaf eran miembros del personal de los templos de la región. El cantero Amonpanefer revela haberlo dirigido. Detalla que eran una banda de ocho personas. Habían entrado por un túnel excavado desde la vecina tumba de Nebamon. Al llegar a la cámara funeraria, hallaron los ataúdes del Rey y la Reina. Los abrieron y desvalijaron las momias, llevándose, además, todo el mobiliario que pudieron transportar. Seguidamente, prendieron fuego a los sarcófagos. Fueron descubiertos pocos días después, y parte del botín se fue en sobornos para librarse de la prisión. De nuevo ante el tribunal, los ladrones fueron encarcelados y condenados.
EL PERIPLO DE LA MOMIA DE RAMSES

Los restos del Monarca, dando tumbos durante casi mil años

Momia de Ramsés II
  • PRIMERAS SACUDIDAS  Ramsés II se hizo construir su tumba en el Valle de los Reyes (KV 7), muy cerca de la de Tutankhamón. En el papiro de la huelga de Deir el Medina se nos informa de que, ya en el año 29 del reinado de Ramsés III, sufrió un intento de robo. Con el tiempo quedó prácticamente abandonada, a raíz de las incesantes inundaciones a las que se veía expuesta. El destino final de la momia fue extraordinario. En el año 6 del Renacimiento (25 de Ramsés XI), Herihor la sacó de su tumba, cambió los vendajes y la trasladó a la sepultura de su padre, Seti I. Ya en el reinado de Siamón, se decidió ocultarla en el escondrijo de Deir el Baharí.
  • A UNA CAJA CUALQUIERA  Fue colocada en un discreto ataúd de madera procedente de la dinastía XVIII, donde se inscribió un pequeño texto describiendo el evento. Los sacerdotes tardaron tres días nada menos en depositar el cuerpo de Ramsés II y el de los otros soberanos en su nuevo hogar.
  • POR FIN LA RESTAURACIÓN  Cuando el escondrijo fue descubierto por Gastón Maspero en 1881, Ramsés II y sus compañeros de eternidad fueron trasladados en barco al museo de Bulaq, en El Cairo. Se cuenta que los propios egipcios vivieron el viaje como una auténtica ceremonia de duelo, despidiendo al Soberano desde la orilla. Con los años, las momias reales se colocaron en distintas salas en condiciones poco adecuadas. La alarma saltó tras años expuestas a los visitantes, durante los cuales el cuerpo de Ramsés II se deterioró considerablemente. En septiembre de 1976, Ramsés II abandonó el museo cairota para dirigirse al Museo del Hombre de París, donde fue recibido como un verdadero jefe de Estado. Su momia fue investigada y restaurada.

miércoles, 21 de diciembre de 2011

Los últimos en llegar a los tesoros egipcios

Tras el Egipto de los faraones se intensificaron los saqueos y la venta ilegal de hallazgos. La arqueología no iba a encontrar demasiadas tumbas intactas.


La Gran Esfinge con la pirámide de Keops al fondo,
la mayor del conjubto de Giza.
Con el ocaso de la civilización faraónica, Egipto pasó a formar parte del reducido grupo de culturas en que el mito es más fuerte que la historia. Un mito alimentado por innumerables relatos sobre sus maravillas escondidas. El fenómeno de la egiptomanía, un gusto desbordado por todo lo procedente del valle del Nilo, comenzó a gestarse muy pronto. Los relatos de los viajeros grecorromanos se confunden con las primeras páginas de la historia de Egipto, y los obeliscos traídos por los emperadores romanos a Europa se cuentan entre los primeros casos de expolio. Siendo una tierra virgen para aventureros y cazatesoros, el patrimonio egipcio comenzó a dispersarse silenciosa y lentamente fuera de sus fronteras. La búsqueda de tumbas intactas se convirtió en un oficio, y la venta de los objetos robados, en un negocio no demasiado clandestino. Se tardará siglos en regularizar el pasado material de los faraones.

Si los propios egipcios llegaron a considerar útil el reciclaje de sus riquezas en forma de un saqueo paulatino, la desaparición del último faraón dio el pistoletazo de salida a una actividad lucrativa al alcance de la mano. Con la llegada del cristianismo y, sobre todo, la larga ocupación árabe, la búsqueda de tesoros nunca cesó, a pesar del desdén mostrado hacia el pasado faraónico. La literatura árabe desarrolló una imaginería desbordante sobre este tema, alimentada por la creencia popular de que los monumentos antiguos estaban protegidos por genios. En los cuentos de Las mil y una noches se menciona una pirámide que contiene "cámaras llenas de piedras preciosas y de valiosos tesoros, de imágenes raras y armas costosísimas ungidas con óleos mágicos". Esta quimera impulsó, por ejemplo, al califa de Bagdad Al-Mamun a principios del siglo IX a abrir una entrada y acceder al interior de la célebre pirámide de Keops, aprovechando las galerías que ya habían excavado los ladrones de la Antigüedad. 

Fruto de este interés general son unos curiosos libros escritos a la manera de verdaderos mapas del tesoro. Aportaban información sobre la localización exacta de tumbas, las herramientas necesarias para derribar los obstáculos, las fórmulas mágicas para neutralizar a los guardias o transformar los metales... Estas lecturas tuvieron numerosos adeptos incluso entre los aventureros del siglo XVIII. Su éxito alentó un pillaje indiscriminado, que afectó sobre todo a gran parte de las pirámides de la región de Menfis.

De entre estos manuscritos, el más divulgado fue el que lleva por título Libro de las perlas enterradas y del preciado misterio referente a las indicaciones de los escondrijos de hallazgos y tesoros, fechado en el siglo XV. En sus páginas se hace referencia a todo tipo de monumentos de Egipto y de todas las épocas. En relación con la gran pirámide de Giza, explica al ávido lector: "Diríjase hacia la esfinge y mida a partir de su cara, en la dirección sudeste, doce codos [...]; descubrirá una trampilla [...]. Despéjela de la arena que la cubre y levántela para avanzar hacia la puerta [...]. Verá [...] montones de plata, rubís, perlas finas, estatuas e ídolos de oro y plata [...]. Tome lo que quiera". Esta obra fue traducida y publicada en 1907 por orden del Servicio de Antigüedades egipcio. En el prólogo, su autor denuncia tristemente que "ha arruinado más monumentos que las guerras o los siglos", y con su divulgación se espera desalentar a ingenuos cazatesoros. El objetivo de la publicación era que no se viese como un libro de revelaciones secretas, sino como lo que era, un puñado de leyendas.

Stop a los saqueos

Brazalete de la la reina Ahhotep, en oro y
lapislázuri, con imágenes de dioses s.XVI a.C.
La preservación del patrimonio egipcio era tarea compleja. El virrey Mohammed Ali (1769-1849) seguía considerándolo una moneda de cambio con que satisfacer la curiosidad de los europeos y obtener las ayudas económicas que financiaran su proceso de modernización del país. No existían normas ni un centro regulador, y aunque toda excavación debía contar con el firman (permiso) del pachá, los objetos acababan en manos de coleccionistas, turistas y viajeros. Los museos de Europa y Estados Unidos se convirtieron en verdaderos impulsores del mercado negro, pues parte de sus colecciones se compraban a locales aun conociendo su origen ilícito. Con el objetivo de detener los continuos robos, se aprobó en 1835 un decreto por el cual quedaba prohibida la exportación de cualquier tipo de antigüedad procedente de todo Egipto, y se sentaban las bases para la creación de un lugar donde reunirlas. Pero habría que esperar a la creación del Servicio de Conservación de Antigüedades en 1857 para ver las primeras acciones contundentes contra el pillaje. Su primer director fue Auguste Mariette, que a partir de entonces se volcó en la recuperación del patrimonio y la vigilancia de las excavaciones clandestinas. Cambiar la mentalidad de la época no iba a ser fácil. En 1859, cuando se descubrió la tumba tebana de la reina Ahhotep con un impresionante ajuar, el francés tuvo que intervenir de urgencia para que las joyas no partieran rumbo a El Cairo como regalo al visir Said Pacha. Los primeros pasos de este organismo se encaminaron también hacia la creación de un museo -origen de la actual pinacoteca-, que abrió finalmente sus puertas en 1863. Mariette escogió un emplazamiento en el puerto de Bulaq: las oficinas abandonadas de una compañía naviera. Se quería imponer una nueva política de reparto por la que las excavaciones debían presentar al museo todos los objetos encontrados. Éste decidiría cuáles de ellos engrosarían sus fondos, mientras que el resto podría ser comercializado. Las ganancias con estas ventas controladas debían servir para la financiación de nuevas excavaciones. La sombra proyectada por el servicio, siempre en manos francesas, comenzó a dar sus frutos. En 1883 se estableció que los museos como el de Bulaq, con colecciones de piezas anteriores a la conquista árabe, pasaban a formar parte del dominio público egipcio. Más tarde, con el decreto del 12 de agosto de 1897, se dispusieron incluso penas de prisión para los expoliadores. Estos primeros logros fueron el origen de la actual ley, que data de 1983. En ella se penaliza duramente el tráfico de antigüedades.

Gurna y sus secretos

Todavía a finales del siglo XIX, la suerte de encontrar un tesoro escondido era tanta como difícil guardar el secreto. Es lo que ocurrió con uno de los hallazgos más sorprendentes de los últimos tiempos: el descubrimiento del escondrijo de momias de Deir el Bahari. La alarma saltó en 1874, cuando un gran número de piezas nuevas entraron en circulación en el mercado negro. A tenor de las informaciones, eran objetos procedentes de una tumba de la dinastía XXI abierta clandestinamente. Cuando Gastón Maspero, sucesor de Mariette como director del Servicio de Antigüedades, tuvo conocimiento de los hechos, emprendió una investigación contra reloj sin resultados. Durante varios años, el hermetismo se cernió sobre la identidad de los ladrones y la localización de la sepultura. En 1881, gracias a la intervención del coleccionista americano Charles Wilbour, que llegó a Luxor en ayuda de Maspero, empezó a arrojarse luz sobre el origen de las piezas. Las pistas condujeron a una familia bien conocida en estos menesteres: los Abd el Rassul. Vivían en Gurna, aldea que se había construido sobre las antiguas tumbas de los nobles en la orilla occidental de Tebas. Los cabecillas eran tres hermanos. Ahmed, el más joven, fue interrogado y, a falta de pruebas, puesto en libertad. Una vez en casa pidió la mitad del botín en compensación por su estancia en la cárcel. Tras una pelea entre los hermanos y presionado por la familia, el mayor, Mohammed, confesó el delito el 25 de junio de ese año. Explicó cómo descubrieron la tumba un decenio antes. Un día, mientras pastaba su ganado, fueron a buscar una de las cabras, que se había alejado y caído en un pozo. Durante años fueron extrayendo objetos del enterramiento como si de una cuenta bancaria se tratara. 

Ante la ausencia de Maspero, en ese momento en Francia, fue su ayudante Emile Brugsch quien tuvo el honor de entrar en la tumba. Un pozo vertical conducía a una galería de 70 metros de longitud, que desembocaba en una cámara. Ante él apareció una visión increíble: numerosos ataúdes esparcidos en el suelo, pertenecientes a faraones del Reino Nuevo y a sacerdotes de la XXI dinastía y sus familias. Entre el 5 y el 11 de julio hizo vaciar apresuradamente la sepultura, sin apenas tomar notas, y trasladó todo su contenido al Museo de Bulaq. Maspero relató después que los egipcios presenciaban solemnemente el paso del barco en estado de duelo. Sin embargo, el escriba de la oficina de registro que debía aplicar el impuesto sobre los productos, confuso ante tan peculiar mercancía, decidió atribuirle la modesta tasa del pescado seco.

La revancha de Tutankhamón

En Deir el Bahari se encontró otro escondrijo con momias de sacerdotes. Paradójicamente, Mohammed Abd el Rassul, recién nombrado guardián de la necrópolis tebana, era quien estaba al frente de su vigilancia. Poco después, en marzo de 1898, el egiptólogo Victor Loret descubrió un segundo escondrijo en el Valle de los Reyes. Era la tumba destinada a Amenhotep II, que sirvió como almacén para otro gran grupo de momias reales. En 1901 acabó saqueada de nuevo, y el inspector general de los monumentos del Alto Egipto, por entonces Howard Cárter, se encargó de las investigaciones. 

Fue casualmente el célebre inglés, con su descubrimiento de la tumba de Tutankhamón en 1922, quien desencadenó el debate sobre los derechos de propiedad de los que excavan y de los mecenas que los financian. El hallazgo del tesoro del joven faraón destapó las diferencias con Pierre Lacau, el nuevo director del Servicio de Antigüedades y sucesor de Maspero. Con la ley de antigüedades vigente de 1912, solo se aceptaban proyectos avalados por una entidad cultural. La ley otorgaba al Estado egipcio la libertad de conceder el 50% de las piezas a los descubridores, reservándose el derecho a retener todo aquello que considerase oportuno. Pero la decisión de Lacau de no ceder ninguno de los objetos de la tumba de Tutankhamón desató la ira del inglés y el descontento de muchos occidentales, que contaban también con hacer negocio. La subida al poder del partido nacionalista dio el respaldo necesario a la decisión de Lacau de no exportar o trasladar objetos egipcios dentro o fuera del país sin el consentimiento del todopoderoso Servicio de Antigüedades. La muerte de lord Carnarvon (mecenas de Cárter) en 1923 encendió la imaginación occidental en torno a las maldiciones sobre los que profanasen tumbas. En realidad, en 10 años solo murieron seis de las 26 personas que presenciaron la apertura de la tumba de Tutankhamón. Quizá "la venganza del faraón" era otra: el fin de la búsqueda de la tumba intacta y del tesoro fácil. Se iniciaba una nueva época en la arqueología de Egipto. 

Howard Carter
Howard Carter examina el sarcófago de
Tutankhamón. Fotografía coloreada, 1922.
Según las creencias egipcias, la tumba era el lugar donde se hacía vivir una parte esencial del ser humano: el nombre. Su olvido suponía la verdadera muerte. Miles de años después, objetos y cuerpos cuidadosamente protegidos del tiempo quedaron expuestos a la mirada de aventureros y arqueólogos. Queda al menos el consuelo de saber que sus nombres continúan siendo recordados. Una inscripción fechada en el Reino Nuevo reza: "He erigido para mí una tumba excelente en mi ciudad de la eternidad. He adornado muy bien mi enterramiento en la roca, en el desierto de la eternidad. Que dure mi nombre entre los vivos, sea bueno el recuerdo que guarden de mí los hombres tras los años que vendrán".

GURUNA REFUGIO DE LADRONES

La trayectoria del pueblo construido sobre la necrópolis tebana.

  • UN OFICIO LOCAL La aldea de Gurna (Al-Gurna), en la orilla occidental de Tebas, tenía sus días contados. Sus habitantes fueron construyendo precariamente sus casas sobre las tumbas de antiguos nobles, llegando incluso a instalarse dentro de algunas cámaras. Hoy en día es el hogar de muchos guías, guardas de monumentos o artesanos del alabastro. De hecho, la aldea es en sí un reclamo turístico, no solo por sus fachadas pintadas con originales motivos y llamativos colores , sino por la leyenda negra forjada sobre saqueadores de tumbas. Desde el siglo XIX, los arqueólogos no fueron los únicos en peinar los parajes de la región tebana en busca de tesoros. La sombra del tráfico de antigüedades empaña la historia del lugar.
  • LA ALDEA FANTASMA Sin embargo, el tener tan cerca las riquezas de sus antepasados ha sido también su perdición. Las autoridades egipcias tomaron la decisión de desalojar la aldea para evitar más pillajes y excavar la necrópolis al completo. Entre 1945 y 1949 se construyó en las cercanías Nueva Gurna. Un proyecto novedoso del arquitecto Hassan Fathy que, con materiales autóctonos de bajo coste como el adobe y aplicando técnicas locales, rediseñaba la vida de toda una comunidad (con mezquita, escuelas, mercados...). Como era de esperar, no se llegó a finalizar, y pocas familias estuvieron dispuestas a abandonar sus antiguas formas de vida. Finalmente, en 2006 se procedió, no sin polémica, al desalojo de los cerca de veinte mil habitantes que quedaban en Gurna.
EL PROVEEDOR DEL LOUVRE

Auguste Mariette y su sueño de convertirse en arqueólogo

 Auguste Mariette
  • AUTODIDACTA CON SUERTE  Hombre polifacético e intrépido, Auguste Mariette fue una de las grandes figuras de la egiptología. Profesor en una pequeña localidad francesa, acabó por dedicar su vida a la arqueología egipcia. Se inició con los trabajos de su primo, dibujante de Champollion (el descifrador de los jeroglíficos), y después se labró una brillante carrera autodidacta. A finales de 1850, poco después de llegar a Egipto, la fortuna le sonrió en Saqqara, en forma de avenida de esfinges ocultas bajo la arena. Su excavación dio con uno de los hallazgos más importantes del antiguo Egipto: el Serapeum, la impresionante tumba subterránea donde reposan los sarcófagos de los toros sagrados de Apis. Convertido en una celebridad, y con ayuda de sus numerosos contactos, continuó excavando, al tiempo que nutría la colección del Louvre o la del príncipe Napoleón, primo del emperador francés Napoleón III.
  • LUCHAR CONTRA EL PILLAJE  Pero su principal aliado fue el virrey Said Pacha, que puso a disposición de Mariette los medios necesarios para llevar a cabo su verdadero sueño: proteger los monumentos de Egipto más allá de los intereses políticos y luchar contra las excavaciones clandestinas. Como director del Servicio de Antigüedades, ejerció labores de arqueólogo y diplomático, que le llevaron a participar en trabajos tan insólitos como la organización de la ópera Aída, concebida para celebrar la inauguración del canal de Suez. Fue el responsable del argumento, la escenografía y el original vestuario. A su muerte fue enterrado en el jardín del Museo de Bulaq, en una hermosa tumba de mármol. Como él mismo dijo en referencia a los jeroglíficos: "El pato egipcio es un animal peligroso: un picotazo, te inocula el veneno y eres egiptólogo de por vida".

De nuevo Stonehenge


Un tesoro arqueológico descubierto recientemente por un equipo de la Open University podría transformar nuestra comprensión de Stonehenge. Los artefactos más importantes descubiertos son dos patos tallados, el primero de este tipo que se encuentra en Gran Bretaña.

Según el equipo, los patos probablemente son el resultado de la talla de figuras de animales durante la Edad del Bronce, arrojados después al agua como ofrendas.

Pero mientras que los patos se remontan al año 700 a. C., también se encontró una daga ceremonial que era del doble de edad, originaria de alrededor del 1400 a.C. Sin embargo, otro elemento que el equipo de excavadores inicialmente creía que era un diente de vaca, resultó ser gracias a la datación por radiocarbono, un objeto de alrededor del 6250 a.C., unos 3.000 años antes de la fecha más antigua dada a Stonehenge hasta el momento. Se trata de la parte de un tramo de más de 200 huesos de animales enterrados en un principio junto a lo que parecen los restos de un gran incendio. Este hecho sugiere un gran encuentro de más de 100 personas en el Mesolítico. Los huesos aparecidos no son de vacas sino de uro, un animal extinguido del tamaño de un búfalo.

"Se trata probablemente de una de las primeras de las comidas cocinadas con registro arqueológico en el Reino Unido", señaló David Jacques de la Universidad Abierta, quien dirige el trabajo de campo. Otras excavaciones revelaron más de 5.500 piedras trabajadas y otras herramientas. Teniendo en cuenta que solamente unos pocos objetos del mesolítico han aparecido en los alrededores de Stonehenge, el descubrimiento es una evidencia palpable de la línea cronológica manifestada por la vida humana en aquel lugar. De ello deducimos que Stonehenge podría haber sido un sitio de gran importancia para los seres humanos durante miles de años, incluso antes de que el monumento fuera construido

"No es nada excepcional ya que teníamos sospechas de la existencia de un monumento mesolítico en alguna parte gracias a los postes que se encontraron durante la excavación del aparcamiento hace unos años", dijo Jacques.

David Jacques, que dirige un curso sobre Historia de Roma, utiliza a sus estudiantes de OU para excavar un yacimiento de la Edad del Hierro al noreste de la colina en donde está la fortaleza conocida como Campo del Vespasiano. Cavar en el lecho de un muelle antiguo reveló el hallazgo de diferentes objetos. El equipo comenzó sus excavaciones en una propiedad privada en 2005.


lunes, 19 de diciembre de 2011

Francisco I, el autoritario

Así se ha definido a menudo al rey francés, el mayor rival de Carlos V. Sin embargo, un análisis cuidadoso de sus medidas y de los acontecimientos que siguieron a su muerte matiza seriamente esta calificación.

Francisco I
El último intento de Luis XII por obtener descendencia masculina resultó inútil. El monarca francés moría el 1 de enero de 1515, tan solo tres meses después de haber contraído su segundo matrimonio con María, hermana de Enrique VIII de Inglaterra. Con Luis se extinguía el tronco familiar de los Valois-Orleans. El 25 de ese mismo mes, era consagrado nuevo rey de Francia en la catedral de Reims un muchacho de 20 años perteneciente a la rama lateral de los Valois-Angulema. Tomaba el nombre de Francisco I. El joven había nacido el 12 de septiembre de 1494 en Cognac y recibido una esmerada formación cortesana en el castillo de Amboise, a orillas del Loira. Nunca llegó a conocer a su padre, Carlos de Angulema, por lo que su educación quedó en manos de su madre, la italiana Luisa de Saboya. A los 8 años, un accidente de caballo a punto estuvo de acabar con su vida. A los 19 se casó con Claudia, hija de Luis XII, matrimonio del que nacerían siete hijos. A su muerte, el 31 de marzo de 1547, le sucedería el cuarto de ellos, Enrique, casado con Catalina de Médicis.

Un programa de reformas

León X
En la sesión del Parlamento de París celebrada un mes después de su coronación, Francisco dejó claras sus intenciones. No eran otras que gobernar en solitario sin la participación de los órganos colegiados del reino. Al año siguiente firmaba con el papa León X un concordato que le permitía nombrar directamente obispos, abades de monasterios y priores de los conventos. La instancia de gobierno más importante, el Consejo Real, conservó intactas sus funciones. Al menos en teoría, ya que el Rey acostumbró a trabajar cada vez más con una sección reducida de sus miembros más fieles, conocida como Conseil étroit (Consejo estricto), o Conseil Secret.

En la línea de lo que estaban haciendo otros monarcas europeos del momento, sus decisiones se encaminaron hacia una progresiva profesionalización de las tareas de gobierno. Así, al Conseil privé le fue encomendada la gestión de la justicia y al Conseil des finances, las cuestiones económicas. Francisco intensificó la presión fiscal mediante la creación de un impuesto directo, la taille, que debía pagar toda la población no privilegiada. A éste se añadieron una serie de impuestos indirectos, como la gabelle de la sal o las aides por el tráfico de mercancías. El resultado fue que en pocos años las arcas reales se llenaron como nunca lo habían estado anteriormente.

Estas reformas tuvieron su parangón en otros ámbitos. Al frente del Ejército, el Soberano situó al condestable, un cargo que, a partir de 1515, cuando lo ocupó el duque Carlos de Borbón, recayó siempre en un miembro de la más alta jerarquía nobiliaria. Por su parte, el control del territorio, que distaba mucho de constituir una unidad, quedó en manos de los gobernadores, normalmente príncipes de la sangre o miembros de la alta nobleza. Los gobernadores encarnaron la autoridad real con la colaboración de los comisarios, poco después conocidos como intendentes. En 1539, la Ordenanza de Villers-Cotteréts implantó el francés como lengua oficial en lugar del latín.

Por supuesto, estas medidas no fueron recibidas sin resistencias, que finalmente cedieron ante el Monarca. En un célebre discurso pronunciado en 1527, el presidente del propio Parlamento de París hubo de reconocer que el poder del Rey era absoluto, es decir, que no estaba vinculado a las leyes, aunque esperaba, manifestó, que estuviera vinculado a la razón. Es posible, sin embargo, que el término "centralización", frecuentemente empleado por los historiadores, no sea el más adecuado para designar estos cambios. En realidad, lo que el Rey buscaba era articular una clase dirigente dócil a sus requerimientos. Los juristas al servicio de Francisco I debieron trabajar intensamente para encontrar buenos argumentos que justificaran las reformas. El resultado fue una serie de publicaciones -a cargo de autores como Jean Ferrault, Barthélemy de Chasseneux y Charles de Grassaille- destinadas a recopilar los derechos del Rey, o regalías, término que cada vez más empezó a ser sustituido por el de soberanías. Sin duda alguna, estos catálogos, a los que podría añadirse otros muchos, supusieron una importante contribución a la construcción de la monarquía autoritaria en Francia.

Príncipe humanista

Parte fundamental en el programa de reforzamiento de la autoridad monárquica fue la paulatina transformación de la imagen pública de Francisco. Ya en su momento, los habitantes de París quedaron impresionados con la primera entrada solemne que hizo en la ciudad. Ataviado con un vistoso jubón de seda blanca con incrustaciones de plata y a lomos de un corcel encabritado, el Monarca repartió monedas a manos llenas entre la multitud que lo aclamaba. El tradicional desfile de las órdenes religiosas y las cofradías fue suprimido. Solo Francisco podía ser el centro de atención. En los años siguientes, los asesores crearon una imagen del Rey que combinaba una doble faceta, cristiana y profana. Por lo que a la primera se refería, Francisco fue presentado como el buen pastor que daba la vida por sus ovejas. Esta asimilación con la figura de Cristo permitió insistir en el mensaje de los sufrimientos que padecía por su pueblo y presentar sus campañas exteriores como una cruzada en defensa de la fe. Por su parte, la imagen profana debió mucho a la adopción del lenguaje visual italiano, debidamente adaptado al paladar francés. Así, fue presentado como el continuador de la herencia de los francos encarnada por Carlomagno, aunque ataviado con ropajes clásicos tomados de la iconografía imperial romana. Aunque, seguramente, la parte más visible de su programa cultural, destinado a unir las formas del Renacimiento italiano con la tradición francesa, residió en la arquitectura. 

Castillo de Chambord que Francisco mandó construir
a la orillas del Loira.
Ya en 1519, el Rey mandó construir el castillo de Chambord, con un planteamiento enteramente en línea con el Renacimiento italiano. Con él comenzó la renovación arquitectónica, que afectó sobre todo a las fortalezas medievales del Loira, transformadas ahora en residencias de recreo del Monarca. Este proceso alcanzó su principal expresión en el palacio de Fontainebleau, erigido en el centro de su importante colección artística. Los creadores que trabajaron en él desarrollaron un estilo refinado y artificioso, con un gusto especial por lo mitológico y alegórico y con un toque de erotismo exquisito. Se puede apreciar en las obras preciosistas de Jean Cousin, autor de perfectos desnudos, o en las de Frangois Clouet, responsable de lienzos mitológicos cuyos personajes tienen los rasgos de miembros de la corte. Sin duda, un factor determinante en la imagen de Francisco como príncipe humanista fue su habilidad para rodearse de algunos de los principales artistas italianos del momento, como Andrea del Sarto y Leonardo da Vinci. Durante su estancia en Francia, éste pintará algunas de sus obras más célebres, como La Virgen, el Niño Jesús y Santa Ana, o como San Juan Bautista, además de retocar una y otra vez su Gioconda, que finalmente iría a parar a manos del Rey.

Lucha por la hegemonía

Carlos V
El programa de consolidación del poder real pasó por una agresiva política exterior. Pero aquí, las aspiraciones de Francisco toparon con las de Carlos I de España, emperador del Sacro Imperio como Carlos V. Las de Francisco y Carlos fueron, en muchos sentidos, dos vidas paralelas. El primero había subido al trono en 1515 y el segundo en 1516. Ambos compitieron por el cetro imperial en 1519, y ambos lucharon a lo largo de sus respectivos reinados por obtener una posición hegemónica en Europa, algo que, finalmente, ninguno de los dos alcanzó. El ideal de una monarquía universal, que Carlos consideró parte de su dignidad imperial, hizo que Francia se sintiera permanentemente amenazada. Ya en 1521, Francisco había tratado de debilitar las posiciones de su rival aprovechando la revuelta de los Comuneros de Castilla para atacar sus fronteras en Navarra y Flandes. Pero el gran escenario de la contienda entre ambos monarcas fue el norte de Italia. El Gran Canciller imperial, el piamontés Mercurino de Gattinara, había diseñado una estrategia de dominio universal que contemplaba como pieza clave el territorio del Milanesado, ocupado por Francisco a los pocos meses de subir al trono mediante su victoria en la batalla de Marignano. El plan de Gattinara, destinado a convertir esta zona en el centro del Imperio, tenía también una dimensión mucho más práctica: era la pieza que faltaba para unir los dominios italianos y centroeuropeos de Carlos, imprescindible para que los soldados transitaran de unos a otros con la velocidad requerida por los acontecimientos. En el mismo año 1521, vista la dispersión de las tropas francesas entre norte y sur, los ejércitos imperiales entraron en el Milanesado. Con la ayuda del papa León X, de la casa de Médicis, y sin apenas encontrar resistencia, se apoderaron de Milán, donde instalaron a un miembro de la familia aliada de los Sforza. El intento francés de recuperar el ducado fracasó en la batalla de Bicoca en 1522. De nada sirvieron las llamadas del nuevo pontífice Adriano de Utrecht, antiguo tutor de Carlos, a la unidad de los príncipes cristianos frente al avance de los turcos, que se adueñaron de la isla de Rodas.

El Rey prisionero

Francisco volvió a fracasar en su intento de recuperar el territorio a finales de 1523 y principios de 1524. Pero en diciembre de este último año avanzó de nuevo al frente de un poderoso ejército que, en una operación relámpago, logró atravesar Saboya y entrar victorioso en Milán. La vecina ciudad de Pavía consiguió, sin embargo, resistir el cerco durante el tiempo necesario para esperar la llegada de refuerzos imperiales. Éstos infligieron una severa derrota a los franceses en febrero de 1525. Milán regresó nuevamente a manos de los Sforza, y el propio Francisco cayó prisionero de Carlos. Trasladado a Madrid, fue obligado a firmar un humillante tratado de paz que, además de obligarle a renunciar a todas sus aspiraciones en Italia y los Países Bajos, le forzaba a casarse (en esos momentos era viudo) con Leonor de Habsburgo, hermana del Emperador y viuda del rey Manuel I de Portugal. Como prenda del cumplimiento de sus compromisos, su libertad fue canjeada por la de sus dos hijos mayores y doce notables del reino. Nada más regresar a Francia, anunció su decisión de incumplir un acuerdo que había tenido que aceptar bajo coacción. No pasó ni un año antes de que las hostilidades estallaran de nuevo. Francisco obtuvo ahora el respaldo de algunos antiguos aliados de Carlos, como el Papado e Inglaterra, alarmados por su creciente poderío. En 1526 firmó con ellos la Liga de Cognac. El objetivo era expulsar a los Sforza de Milán para, a continuación, hacer lo propio con los españoles en Nápoles. En represalia por el apoyo pontificio a las aspiraciones francesas, las tropas imperiales, indisciplinadas y mal pagadas, saquearon Roma en 1527. El orbe cristiano se estremeció, y la imagen de Carlos quedó seriamente dañada. 

Francisco sacó tajada de ello para poner sitio a la ciudad de Nápoles, con el apoyo de la escuadra genovesa comandada por Andrea Doria. Pero el inesperado cambio de bando del almirante puso fin a la campaña. En 1529, el Emperador firmaba en Barcelona la paz con el Pontífice. Paralelamente, en Cambrai, la madre de Francisco, Luisa de Saboya, y la tía de Carlos, Margarita de Austria, negociaban la que sería conocida como Paz de la Damas. Ésta consagraba la hegemonía imperial en Italia, pero reconocía a la vez el dominio francés sobre Borgoña. Al año siguiente, Carlos era coronado emperador en Bolonia por el papa Clemente VII, y Francisco obtenía la liberación de sus dos hijos, prisioneros desde 1526.

Paulo III
Comenzaba un período de siete años sin hostilidades entre ambos monarcas. Pero no un período de paz. Francisco siguió acosando las posiciones imperiales mediante su apoyo a la liga de príncipes luteranos, constituida en 1530 en Smalkalda, a la vez que intensificaba sus relaciones con el Imperio turco, que en 1529 había puesto asedio por primera vez a la ciudad de Viena.

El rey francés volvía nuevamente a la carga en Milán en 1535, tratando de casar a uno de sus hijos con la viuda del duque Francisco II Sforza, recientemente fallecido. Ante la oposición de Carlos, las tropas francesas invadieron Saboya y el norte del Piamonte. El Emperador respondió con la invasión de la Provenza. La Paz de Niza propiciada por el papa Paulo III, de la familia Farnesio, devolvió las cosas a su estado anterior, aunque los franceses ya no abandonaron Saboya y Piamonte. El encuentro entre ambos monarcas en la pequeña población de Aigüesmortes, en el sur galo, pareció sellar el acuerdo definitivo. Meses más tarde Francisco mostró su cambio de actitud permitiendo el tránsito por Francia de las tropas imperiales destinadas a reprimir la rebelión de la ciudad belga de Gante. 

Estaba escrito que cualquier acuerdo entre ambos reyes estaba destinado a resultar efímero. La decisión del Emperador de nombrar a su hijo Felipe como nuevo duque de Milán y el apoyo de Francisco a las operaciones otomanas en el Mediterráneo (donde Barbarroja dispuso en los puertos franceses de una base de operaciones para actuar contra Carlos) fueron los motivos que ambos encontraron para romper nuevamente las hostilidades en 1542. Mientras Francisco presionaba la frontera española en los Pirineos, Carlos penetraba en el norte de Francia con el apoyo de los ingleses, llegando a las puertas de París. Pero las arcas de uno y otro soberano ya no estaban para esta clase de veleidades. El dinero, o su falta, demostró una vez más ser el nervio de la guerra. En septiembre de 1544 firmaban una nueva paz en Crépy.

Las convulsiones religiosas

El reinado de Francisco coincidió con un período de fuerte agitación religiosa en Francia. Sus raíces se remontaban al siglo anterior, cuando se produjo una impulsiva tendencia a la depuración de determinadas prácticas a fin de recuperar la ortodoxia original del cristianismo.


Sus efectos se hicieron sentir en el país a través del movimiento conocido como la devotio moderna, procedente de los Países Bajos. Su ideal era la superación de las tentaciones del mundo mediante la humilde imitación de la vida de Cristo, el examen de conciencia y la oración personal para superar viejas prácticas ritualizadas. Su principal difusor en Francia fue Jacques Lefévre d'Étaples, que añadió a este programa de vida cristiana la lectura de las Sagradas Escrituras, en la línea de lo que por esos mismos años estaba haciendo Erasmo de Rotterdam. 

Juan Calvino
El centro de operaciones del nuevo movimiento se estableció en Meaux, donde su obispo, Guillermo Brionnet, emprendió un ambicioso plan de reformas que pronto chocó con algunas órdenes religiosas y el clero regular. En el verano de 1521, la Facultad de Teología de París denunció la reforma de Brionnet por su semejanza con las ideas que llegaban de Alemania promovidas por el monje Martín Lutero. Los debates llegaron pronto a la esfera de la familia real: Margarita, la hermana de Francisco, casada con Enrique Albret de Navarra, se convirtió en la principal protectora de Briconnet. Esta protección salvó a sus seguidores de la hoguera, pero no impidió que el grupo fuera disuelto. Lejos de acabar con él, la decisión favoreció la difusión del movimiento evangélico por toda Francia. El golpe decisivo fue el discurso pronunciado por un estudiante de Derecho el día de Todos los Santos de 1533, con motivo de la apertura del curso académico en la Universidad de la Sorbona. Se llamaba Juan Calvino. Sus palabras, trufadas de referencias a Erasmo y Lutero, provocaron una fuerte conmoción. Su autor tuvo que huir de París para evitar la persecución de la justicia. En algunas de las principales ciudades del reino aparecieron carteles (placarás) denunciando la misa católica y defendiendo abiertamente ideas reformadas. Todavía faltaba tiempo para que sus seguidores se organizaran en lo que llegó a ser un verdadero partido político, los hugonotes. Pero la semilla estaba plantada.

Enrique II
También en la casa real. Aunque Francisco se movió con habilidad y pragmatismo, sus adversarios, especialmente los españoles, difundieron el mensaje de que su excesiva tibieza en la defensa de la fe daría origen a las guerras civiles que el país viviría en la siguiente generación. Quizá las cosas no eran tan sencillas como sus rivales querían ver. La de Francisco fue una personalidad compleja que admite múltiples interpretaciones. Hubo de reinar en una Francia profundamente dividida, en la que la imagen de la institución monárquica estaba muy debilitada por las desdichas acumuladas en reinados anteriores. Sin duda alguna, reforzó los cimientos de la autoridad real. Sin embargo, a tenor de lo que ocurrió en los años posteriores a su muerte, es dudoso que estos fundamentos fuesen tan sólidos como hubiera deseado. 

Su hijo Enrique II demostró haber aprendido la lección. Pero el tiempo no le permitió transmitirla. Murió en un infortunado accidente en 1559. Una lanza le perforó el ojo en un torneo durante los festejos del matrimonio de su hija Isabel con Felipe II de España. Dejó tres hijos menores de edad. Ninguno estuvo a la altura de las circunstancias. No era fácil. En las décadas siguientes el país se desangró en una cruenta guerra civil que a punto estuvo de hacerlo saltar por los aires. En 1598, el menor de los nietos de Francisco I moría sin descendencia. Con él se extinguía la familia de los Valois.

TRAS LA ESTELA DE "EL CATÓLICO"

El monarca Fernando de Aragón se convirtió en el modelo de una generación de reyes europeos que necesitaban reforzar su poder.

  • MALOS TIEMPOS  Francisco no estaba ni mucho menos solo en la aplicación de su programa de reformas. En muchos sentidos no hizo sino seguir el ejemplo de lo que otros monarcas estaban llevando a cabo en sus respectivos países. Las últimas décadas del s.XV habían sido malos tiempos para los reyes en toda Europa. Su autoridad había pendido de un hilo durante las sangrientas guerras civiles que, en lugares como Castilla, Cataluña, Inglaterra o Nápoles, asolaron sus dominios. Francia no era una excepción. La consideración de sus monarcas nunca volvió a ser la misma tras el fracaso de la guerra de los Cien Años, que les había enfrentado con los ingleses. Era necsario hacer algo si no deseaban seguir viviendo en la cuerda floja.
  • ALGUNAS IDEAS  Maquiavelo había aportado en El Príncipe varias pautas. No bastaba con alcanzar el poder, había que mantenerlo y expandirlo. Lo mejor era aprender de Fernando el Católico, que "de rey débil que era, ha venido a ser, en la fama y en la gloria, el primer rey de los cristianos". ¿Cómo lo hizo? Modificando las estructuras de gobierno medievales y rodeándose de hombres de confianza. Muchos han pensado que fue la vía hacia el autoritarismo de los reyes. Ellos pensaron que era la única para la supervivencia.
ITALIA, EL GRAN TABLERO

El escenario más feroz del enfrentamiento

Mapa Europa época Francisco I

LAS GUERRAS DE NUESTROS ANTEPASADOS

Carlos I y Francisco I se midieron en Italia, aunque las llamadas guerras Italianas (1494-1559) ya habían implicado previamente a dos generaciones de monarcas. La mecha prendió en 1494 por una reclamación de Carlos VIII de Francia sobre el Reino de Nápoles, entonces bajo la égida aragonesa. La Corona de Aragón había arrebatado el territorio a los Anjou casi medio siglo antes. El desacuerdo derivó en enfrentamiento, y Aragón se impuso en 1498. El nuevo rey francés, Luis XII, volvió a la carga con el cambio de siglo, exigiendo también el Ducado de Milán. Fernando II de Aragón accedió a la partición de Nápoles, pero el desacuerdo en los términos llevó a otra guerra, que Francia perdió en 1504. Poco después, en 1508, el Papado se alió con los galos contra una expansiva Venecia. La alianza, con Francisco I ya en cartel, ganó la mano (el de Marignano en 1515 fue uno de los choques principales). El encontronazo con Carlos I no tardaría en llegar.