viernes, 11 de noviembre de 2011

Último día de la Primera Guerra Mundial: el 11 de noviembre de 1918

La historia del último día de la Primera Guerra Mundial: el 11 de noviembre de 1918

Era una mañana gris, fría y húmeda. A juzgar por lo plomizo del cielo, talmente parecía que fuera a ser otro lunes de noviembre tan típicamente triste. No obstante, el día tenía una sorpresa escondida en la manga. Esa misma tarde, la reina María de Teck escribiría en su diario en el palacio de Buckingham que ese había sido "el día más importante de la historia mundial".

En el frente, un soldado británico escribiría algo similar. En un comentario que en retrospectiva resulta trágicamente irónico, el soldado Arthur Wrench, de los Seaforth Highlanders, escribió en su diario: "Me resulta del todo imposible intentar describir el significado que el día de hoy tiene para todos nosotros. Regresaremos a nuestras casas y contaremos a la gente cómo fue en realidad la guerra, con la esperanza de que la importancia de este día sea recordada por las generaciones venideras. No cabe duda de que después de hoy ninguna nación civilizada declarará jamás la guerra a otra".
Aún así, desde el momento en que fueran anunciadas, las noticias del armisticio que marcaría el punto final del calvario que constituyó la Primera Guerra Mundial, a las once horas del día once del mes once de lo que seria el último año de guerra, recibieron respuestas encontradas. Robert Graves, el soldado y poeta que en ese momento se encontraba recuperándose en Gales, salió a pasear por el dique del pantano de Rhuddlan "maldiciendo y llorando y recordando a los muertos". Como queriendo reforzar ese sentimiento de pérdida, en Shrewsbury, en la casa familiar del lambién poeta Wilfred Owen, se recibió un telegrama anunciando su muerte en servicio, mientras en el pueblo sonaban alegres campanadas que anunciaban la victoria.

No obstante, al menos el terrible asunto había llegado a su fin. "Ya no habrá que recoger con palas más restos de cuerpos humanos para amontonarlos en sacos de arena; ya no habrá que gritar «¡Camilleros!»; y ya no habrá que ponerse esas odiosas máscaras de gas ni oler ese asqueroso gas lacrimógeno tan dulzón; ya no habrá que escribir esas cartas tan difíciles a los familiares de los muertos." Tal fue la reacción del oficial de artillería lugarteniente R. G. Dixon, que se enteró de las noticias al desembarcar en Dover. También se dio cuenta de otro detalle: ahora tenía un futuro ante sí.

El zapador Jack Rogerson, que se encontraba todavía en Francia, compartió esos mismos sentimientos: "Querida mamá: ¿cómo te sientes ahora que ya todo ha acabado? Todavía no me ha dado tiempo a percatarme de las consecuencias que tendrá el fin de la guerra, pero lo que sí sé es que ya no habrá más gas ni proyectiles de alta velocidad ni ningún otro horror".

Aún así, en ciertos lugares del Frente Occidental, las noticias del armisticio produjeron sentimientos de consternación e incluso de furia. Para el capitán Harry Siepmann, cuya batería de artillería de campaña estaba saboreando la persecución de un enemigo que ya se hallaba en retirada, las órdenes de alto el fuego llegaron poco después de las 11:00 h por mensajero motorizado, el cual se acercó armando gran alboroto hasta donde estaban posicionados y fue recibido en consecuencia con tremendos gritos recriminándole el ruido que estaba causando. Cuando el mensajero intentó explicar la naturaleza del mensaje que traía, un subalterno se le acercó y le espetó que había mucha gente que solía hablar de tales tonterías y que deberían destinarlo al calabozo. Según Siepmann, "Hasta que no se marchó no abrimos el sobre y vimos que de hecho contenía las odiadas noticias. Pensándolo bien, lo cierto es que, a pesar del armisticio, habíamos seguido en activo hasta casi la una de la tarde del 11 de noviembre de 1918".

En una carta que escribiera a su mujer no desde el campo de batalla sino desde el recientemente establecido club de oficiales de la liberada ciudad de Lille, el lugarteniente coronel Rowland Feilding, jefe de operaciones del sexto regimiento de los Connaught Rangers, explica las razones por las que muchos soldados no vieron con buenos ojos las noticias. El mismo día 11 se planeaba lanzar un avance que, según Feilding, "supondría una victoria sin derramamiento de sangre, ya que el enemigo se estaba retirando a tanta velocidad que resultaba difícil seguirle el ritmo". Gracias al armisticio, el ataque fue cancelado y el regimiento fue destinado a otra posición. La carta continúa: "Mientras marchábamos, la banda entonó una canción de sobra conocida por todos, que solía llevar la letra «cuando esta maldita guerra se acabe/ ¡Oh, qué felices seremos!», lo que sin duda alguna resultaba más que apropiado. No obstante, qué gran pena sentimos por haber tenido que retirarnos justo cuando el enemigo ya estaba vencido".

No pocas voces se arrepentirían posteriormente de haber desperdiciado la oportunidad de infligir una derrota incontrovertible sobre el ejército alemán al avanzar más e izar victoriosas banderas aliadas en suelo alemán, cosa que resultó imposible debido al cese de las hostilidades.

Sin embargo, para la mayor parte de los soldados destinados en esa parte del frente donde la lucha todavía resultaba encarnizada y personal, el sentimiento predominante esa última mañana no era la ira, sino el miedo. En esas últimas horas, el sargento Robert Cude anotó en su diario: "Ojalá aguante estas últimas horas, esto es lo que todos estamos pensando. Me siento tremendamente apenado por esos pobres que han caído esta mañana, que seguro que no serán pocos". La premonición de Cude estaba bien justificada, aunque puede que no de la manera que él esperaba.

El sonido de las campanas de la iglesia

No obstante, para aquellos que se encontraban fuera del alcance de las armas enemigas, la cuenta atrás hacia las 11 de la mañana podía resultar de hecho algo excitante. A las 10:45 h, el oficial de artillería lugarteniente Arthur Gregory, que se encontraba tras las lineas situadas cerca de la localidad belga de Mons, escribió en una misiva a casa: "Querida madre: Un cuarto de hora más de GUERRA. Esta es mi última carta EN ACTIVO. Nunca jamás, espero, tendré que llevar casco ni máscara de oxígeno. Las campanas han empezado a sonar. TE DEUM LAUDAMUS".

El sargento Arthur Vigars, mientras esperaba la llegada de la hora no podía contener la risa. A las 10:55 h empezó a escribir una carta a su prometida de la siguiente manera: "Querida Olive: ¡Hurra! ¡Hurra! Tan solo 5 minutos y la guerra se habrá acabado, o al menos eso esperamos todos. Resulta un final glorioso y todo el mundo debería dar gracias de estar en el bando vencedor. 11:00 h. No se ha oído ni un último disparo de artillería: la guerra ha terminado en paz y tranquilidad".

La tranquilidad no era precisamente lo que reinaba a las afueras de Mons cuando el oficial de comunicaciones del 236 regimiento canadiense anunció: "Todas las hostilidades cesarán a las 11:00 h". Los vítores de alabanza que creó el mensaje hicieron salir a la calle a los lugareños, incluidas las hermanas de un convento vecino, y en un abrir y cerrar de ojos se formó un festín para celebrar la victoria con café, vino, coñac, pasteles, galletas y manzanas. Un canadiense comentó al respecto: "No sé cómo se las arreglaron para mantener escondidos todos esos alimentos de los Hunos, pero no importa, todo el mundo estaba contento, eso era lo principal".
Los campos de convalecientes y los hospitales también se unieron a las celebraciones. Cuando el soldado raso "Fen" Noakes, de los Coldstream Guards, que se encontraba recuperándose de su segunda herida ese año, fue llamado a desfilar junto con los otros pacientes del hospital la tarde del día 11, nunca dudó el porqué. Cuando recibieron el anuncio, entonaron el God save the king y Tipperary y cuando el jefe de operaciones pidió tres hurras por el fin de la guerra, Noakes escribió: "casi conseguimos que se pusiera a llover".

Al fin la paz

Uno de los comentarios más conmovedores del día lo obtenemos de manos del mayor Leland Garreston, comandante de la 80 división del 315 batallón de ametralladoras de las Fuerzas Expedicionarias Americanas, que se encontraba destinado en Argonne. En una carta a su mujer, escribió: "La paz al fin reina en esta tierra exhausta por la guerra. Aunque naturalmente todos estamos dispuestos a lanzar al aire nuestras gorras y lanzar gritos de alegría, lo cierto es que no podemos dejar de pensar al mismo tiempo que este auténtico horror se ha acabado para siempre. Nos damos cuenta de que nuestra división no ha tenido tanta experiencia en el campo de batalla, comparado con los veteranos franceses y británicos, pero durante el breve tiempo que luchamos nos dejamos el pellejo y nos dimos cuenta de que la guerra moderna es la cosa más terrible que la mente humana haya podido idear".

El mayor F. J. (Joe) Rice, comandante de batería de artillería británico, observó una respuesta muda entre sus hombres cuando se recibieron las noticias. Sus oficiales mostraron tan solo un modesto entusiasmo, aunque sí que visitaron una batería antiaérea vecina para comprar una botella de oporto. "Luego rodeamos el parque de ametralladoras y las naves de paracaí-das e informamos al suboficial y a los hombres. La reacción del sargento Goodall puede servir como ejemplo de la calma con que fueron recibidas las noticias: cuando atravesamos el parque de ametralladoras y se lo comunicamos, tan solo se detuvo, saludó, dijo «Muy bien, señor»... ¡v emprendió de nuevo su camino!".

Por otra parte, al otro lado del mar, Londres estalló en un ataque de locura. Poco antes de que dieran las 11 de la mañana, Lloyd George, el primer ministro británico, salió del n° 10 de Downing Street y se dirigió a la bulliciosa multitud rebosante de banderas: "¡Todo se ha acabado! —les dijo— ¡Han firmado! ¡Hemos ganado la guerra!".

A las once en punto de la mañana se tiraron petardos, desde el pedestal de la columna de Nelson, en Trafalgar Square, se gritó el "¡Todo despejado!" y, en palabras de Churchill, "las estrictas, reguladas calles londinenses, tan marcadas por la guerra, se convirtieron en una triunfante algarabía". Las multitudes atestaron los accesos al palacio de Buckingham y, cuando los reyes aparecieron en el balcón, fueron repetidas veces ovacionados. Las condiciones atmosféricas empeoraron según iba pasando el día, pero nada podía aguar la alegría de un pueblo que acaba de ver terminar 52 meses de guerra.

El lugarteniente Eddie Edwardes era un joven oficial que nos dejó una versión especialmente vivida de lo sucedido. Oficialmente, era un enfermo en recuperación tras haber sido herido en el campo de batalla pero en realidad se hallaba trabajando en el Ministerio del Aire en el Strand, en Londres. Según él: "Tan pronto como recibimos las noticias, todo aquel capaz de correr, caminar o incluso arrastrarse se dirigió a las calles, nadie trabajó ni un minuto más en todo el dia.
Las noticias llegaron aquí antes que al público en general, así que me entretuve informando por teléfono a Lady Harvev y a otras personas. Cuando comenzaron a escucharse los disparos y las sirenas, Tyler y yo salimos al Strand, donde nos recibió una visión imposible de describir. Todo el mundo se había vuelto completamente loco. Tyler y yo nos juntamos con tres miembros de las Fuerzas Aéreas Femeninas (todas ellas, por cierto, de alta alcurnia), compramos banderas, nos subimos los cinco a una moto con sidecar y pasamos el día entero dando vueltas a Londres una y otra vez, dando gritos de alegría hasta que prácticamente nos quedamos sin voz.

Fuimos los primeros en dar las noticias en Selfridges. El personal al completo se volvió hacia nosotros y nos ovacionó. Casi nos da mal de tantas palmadas en la espalda que recibimos. Cada vez que nos deteníamos, atraíamos a multitudes y tan pronto como empezaban los vítores partíamos otra vez hacia un nuevo destino. En Charing Cross nos tomaron una fotografía, que al día siguiente apareció en la contraportada del Daily Sketch.

Más tarde, se unieron a nosotros otros dos soldados de baja por enfermedad y nos fuimos a almorzar al Flo-rence, volvimos a la oficina para tomar un té, nos paseamos entre la muchedumbre que atiborraba el Strand hasta la hora de cenar y luego un grupo formado por seis de nosotros nos fuimos a bailar y no volvimos a casa hasta las siete de la mañana. De hecho, cuando llegué a Wellington Square únicamente tuve tiempo de lavarme y desayunar antes de tener que salir de nuevo para la oficina".

Ese primer día de paz sucedió un hecho extraordinario: cuando anocheció, las luces se encendieron en la capital por primera vez en muchos meses. El cielo nocturno se vio además iluminado por la luz desprendida por hogueras y fuegos artificiales. El Big Ben resonaba desde las Casas del Parlamento, donde las luces brillaban de una manera que todo el mundo había casi ya olvidado. Desde 1914 que no se presenciaba un espectáculo de tal calibre.

Los teatros, restaurantes, autobuses y vagones de metro estaban atiborrados de gente celebrando el armisticio. No obstante, también había quien pensaba que no había ninguna causa de celebración. Entre ellos destaca el coronel Alan Brooke, que había sido condecorado en Francia por su trabajo como oficial de artillería. Brooke posteriormente pasaría a convertirse en Lord Alanbrooke y a ser el soldado ; británico más destacado durante la Segunda Guerra Mundial. Sobre las celebraciones por el armisticio, escribiría:  "Toda esa algarabía desentonaba con mis sentimientos. Me sentía inmensamente aliviado porque la guerra hubiera al fin terminado, pero también me inundaban los recuerdos de todos aquellos años de lucha. Aquella tarde me sentía totalmente consternado y por eso me acosté temprano".

Otro recusante fue el futuro estudioso, escritor y apologista del catolicismo C. S. Lewis. Todo el alboroto formado le resultaba odioso. En 1917 se había adiestrado en el Keble College de Oxford, junto a un grupo de jóvenes que posteriormente habían pasado malos tragos en el frente. En una carta a su padre, escribió: "Cualquiera que pueda unirse a las celebraciones en un momento así no solo muestra poca decencia sino que ha perdido el juicio. En Keble solíamos ser un grupo de cinco personas y yo soy el único que sigue con vida. Pienso en Sutton, un viudo que ha perdido a sus cinco hijos en la batalla. Uno no puede evitar preguntarse por qué ha tenido que suceder así. Guardemos silencio y demos gracias".

Derrota en la victoria
Vera Brittain fue otra persona para quien la victoria fue más bien una derrota. Perdió a su prometido, a su hermano y a dos buenos amigos en la guerra. Asimismo, al servir como enfermera de hospital, había podido presenciar las consecuencias de la guerra de primera mano. Como más tarde diría en su obra Testament of youth, se encontró de repente deambulando por unas calles londinenses que giraban como en un tiovivo, con su corazón "sumido en una repentina y fría consternación". Mientras contemplaba ese "mundo extraño y luminoso" que la rodeaba, se dio cuenta de la triste verdad de que "con el paso de los años y la desaparición de la juventud, la memoria se debilitaba, con lo que aquellos que habían sido mis contemporáneos quedarían envueltos en una oscuridad cada vez más y más profunda". Su mundo, toda su cultura, pasarían a quedar poco a poco sumidos en un pasado que cada vez resultaría más irrelevante y remoto.

En el día más extraordinario de todos, el soldado raso Arthur Wrench no era el único que pensaba que el alto al fuego que acaba de llevarse a cabo no solo significaba el fin de la guerra sino también el de la idea misma de guerra internacional entre las naciones más importantes del mundo. El primer ministro David Lloyd George, adoptando el tono más solemne al hablar en la Cámara de los Comunes, leyó en voz alta los términos del armisticio y pronunció las famosas palabras: "Así, a las once en punto de la mañana de hoy, concluyó la guerra más cruel y terrible que haya tenido que sufrir la humanidad. Espero que podamos afirmar que esta fatídica mañana terminaron también todas las guerras posibles".

En el frente, el lugarteniente coronel Bill Murrav, oficial de artillería que había luchado en Francia y Flandes desde las primeras batallas de 1915, albergaba la misma esperanza en una carta que escribió ese mismo día a su familia: "Ya no habrá más peligro, ni más horrores, ni más barro ni miseria. Tan solo paz duradera. El mundo es extraordinario". 

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