martes, 11 de octubre de 2011

Roma contra Cartago (Parte 8)


Bellum Hannibalicum

En un punto, cuando menos, hizo justicia al derrotado la historiografía antigua. El segundo enfrentamiento entre Roma y Cartago fue denominado bellum Hannibalicum, la guerra anibálica. Un hombre dio unidad y sentido al conflicto bélico, desde su estallido, con la toma de Sagunto (219), hasta la decisiva batalla de Zama (202). Muchos otros nombres quedaron asociados al drama bélico, repartiéndose los más variados papeles, ora de héroes, ora de villanos, ora de tibios, incapaces o prudentes. Ninguno de ellos, sin embargo, con fuerza suficiente para disputar al cartaginés el auténtico protagonismo de la contienda.

Ni Servilio, ni Minucio, consulares sacrificados también en Cannas; ni Fabio Máximo, ni Junio Pera, que en días de tribulación como aquellos revistieron en Roma la magistratura extraordinaria de la dictadura; ni los reyes Filipo V de Macedonia y Jerónimo I de Siracusa, aliados de Cartago, pero sobre todo inquietantes sombras del Oriente helenístico; ni Sífax, ni Masinisa, los reyezuelos númidas que mudaron odios y lealtades por una hija de Cartago; ni Indíbil, ni Mandonio, régulos ilergetes devotos del Africano, y encarnaciones de un estereotipo historiográfico -el individualismo hispano-que llega hasta nuestros días.

Por no hablar de la nómina de oficiales cartagineses que tomaron parte en la conflagración: Asdrúbla y Magón (los hermanísimos del jefe, muertos en la contienda), Hannón, Maharbal, Himilcón, Bomíclar, Giscón, Cartalo... Ni siquiera Publio Cornelio Escipión Africano, deuteragonista casi imberbe a orillas del tesino, por mucho que Polibio engrandeciese su figura como vencedor de Zama. (El Africano debería haber cognominado, con más propiedad, Hispano, ya que fue gracias a sus éxitos en la Península Ibérica por lo que Aníbal perdió su base de operaciones y suministros, y Roma pudo pasar a la ofensiva en África a partir del 204).


La fortaleza de la República

Si hay un antes y un después de la Segunda Guerra Púnica, para Cartago y para Roma, también hay un Aníbal antes de Aníbal, prologuista brillante en tierras hispanas de su epopeya itálica, como ya sabían los autores antiguos, y aún otro Aníbal después de Zama, el que escribe un nóstos epilogal e inverso entre Cartago, Antioquía y Bitinia. La Segunda Guerra Púnica marca el apogeo de su vida y, en ella, Cannas constituye probablemente el climax de la historia política del Mediterráneo occidental antes de las invasiones germánicas.

Cannas del Aufido fue una derrota que, por paradójico que parezca, evidenció -de manera más reveladora y definitiva que las victorias romanas de Sentino (295), Cinoscéfalo (197) o Magnesia de Sipilo (189)-la fortaleza de la República, la eficacia de sus instituciones de gobierno (magistrados, Senado y Comicios) y la consolidación de un orden social presidido por la nobilitas (fusión del patriciado y la elite plebeya). Y que, contra los planes del vencedor, no consiguió invalidar la hegemonía de Roma al frente de la confederación itálica.

Si es cierto que el carácter de los hombres se conoce mejor en la derrota que en la victoria, el Senado y el pueblo romano (Senatus Populusque Romanus) dieron en aquel trance la verdadera medida de sí mismos: nada que pactar con el invasor, nada que pagar por los cautivos, nada de renuncias en la contraofensiva militar en Italia y España. Las cuatro legiones caídas fueron reemplazadas por otras cuatro, y en los años siguientes unas veinte más serían puestas en pie de guerra. Ese era el lenguaje de la República cuando se la intimidaba, y aquélla no sería ni la primera ni la última respuesta de semejante calibre.

Desde el año 216, las defecciones de confederados se produjeron en cadena (Apulia, Samnio, Magna Grecia, Brucio), destacando la de Capua, segunda ciudad de Italia, al paso que aliados exteriores tan valiosos como Siracusa se pasaban al enemigo. Mas he aquí que el corazón de la alianza -Lacio, Etruria, Umbría- se mantuvo firme en su lealtad, evidenciando ya una real vertebración peninsular en torno a la ciudad del Tíber. Articulación no sólo jurídico-política (el diseño radial de foedera bilaterales con Roma), sino también socio-cultural, viaria y poblacional (las coloniae civium Romanorum diseminadas por doquier), que ni siquiera un genio de la guerra como el cartaginés estaba en condiciones de abolir.

Para Italia, y en especial para las economías campesinas de pequeña escala, la sombra de la guerra fue funesta y alargada. Un botín inmenso, una gran devastación y la muerte o el desarraigo del campesinado enrolado en las legiones: este fue el verdadero legado de Aníbal, como escribió Toynbee, preludio de la crisis de la República en el siglo siguiente. El abandono de las labores agrícolas durante la contienda favoreció la expansión del latifundio, de la misma manera que el frentismo político exigido para combatir al invasor fortaleció al Senado en detrimento de los Comicios y el Tribunado de la Plebe.

La Segunda Guerra Púnica aún pasó por muchos altibajos, hasta que por fin el año 211 ofreció auspicios favorables a los descendientes de Rómulo. Para aliviar el asedio de Capua, Aníbal amagó ese año un ataque relámpago contra la mismísima Roma, presentándose con una fuerza montada ante la Puerta Colina. Una exclamación recorrió la Urbe: Hannibal ante portas! Hubo lamentos y gestos retadores, hubo avances y repliegues de ambos ejércitos, hubo agüeros y señales, aunque a la postre allí no hubo nada. Era ya un tropo de la literatura antigua relacionar la muralla con la fortaleza institucional de la ciudad, y el Bárquida lo sabía.

Ocho años después, el invasor levaba anclas del Brucio en auxilio de la patria invadida, no sin antes depositar en el templo de Hera Lacinia, en Crotona, una inscripción con la memoria bilingüe de sus campañas. Junto a la púnica, aparecía la lengua griega, al uso de un caudillo que hoy se tiene por hijo legítimo de la civilización helenística, acaso con más justos títulos que muchos helenos y macedonios de su época. De Lacedemonia fueron sus dos maestros y cronistas; helenística fue su concepción de la guerra y las relaciones internacionales; helenísticos sus dos grandes ídolos: Alejandro y Pirro (Apiano, Syr. 10).

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Una fugaz visión de Roma

Si es verdad que el conquistador de Persépolis alimentaba los sueños de Aníbal, también resulta creíble que las palabras de Maharbal persiguiesen al cartaginés por toda Italia, como sugieren las fuentes (Tito Livio 26,7). Víctor in Capitolio epulaberis:, "Darás A un banquete de vencedor en el Capitolio". Altisonante, la propuesta del oficial de la caballería era algo más que una simple revancha.

La apoteosis del triunfo a los ojos de un aristócrata guerrero constituía una imagen bien precisa, con su correspondiente serie de asociaciones posesivas, religiosas, lúdicas y convivales, todas ellas muy explícitas, muy tangibles, expresadas en un lenguaje franco y directo, típico de la civilización antigua.

La visión de Italia y, dentro de ella, la representación de Roma habían sido las imágenes escogidas por el condottiero para levantar la moral deshecha de sus mercenarios, en el preciso momento de coronar los Alpes: "Mandó hacer un alto en un promontorio desde el que se divisaba una amplia panorámica en todas direcciones y les mostró a sus hombres Italia y, al pie de las montañas alpinas, las llanuras bañadas por el Po; les dice que en esos momentos están franqueando las murallas, no ya de Italia, sino de la propia ciudad de Roma...; con una batalla, o a lo sumo con un par de ellas, van a tener en sus manos y en su poder la ciudadela y capital de Italia" (21,35, trad. J. A. Villar).

Hay momentos muy literarios en la vida de los ejércitos antiguos, que los filólogos aún no han estudiado desde la literatura comparada o la historia de la recepción, y que se refieren a la contemplación del objeto de deseo, como una anticipación imaginaria de la posesión. En una eminencia del terreno, un caudillo que muestra y propone a la tropa fascinada, dispuesta a recompensarse de mil y una fatigas. Una de esas fantasías es aquella en la que los Diez Mil, en el cénit de la Anábasis, alcanzan la costa de! Ponto Euxino, para corear de manera espontánea: "¡El mar, el mar!" (Thálatta, thálatta), santo y seña de la helenidad, de la civilización, de sus dones.

Los pueblos mediterráneos que habían alcanzado el estadio urbano preservaban en su ciudad capital un último repliegue interior que funcionaba a la vez como alcázar y santuario: para los troyanos, el Paladión profanado por los tirios; para los judíos, el Templo de Salomón, destruido por las tropas de Tito; en Atenas era la Acrópolis, reducida a cenizas por Jerjes en venganza por el saco de Sardes; en Tiro, la isla expugnada por Alejandro, en cuyo altar de Melkart no había sido autorizado a sacrificar el macedonio. De las siete colinas representaba el Capitolio lo que la Byrsa a Cartago, corazón y ciudadela de la Urbe, allí donde habitaba la triada capitolina: Júpiter, Juno y Minerva. Contra la vertical de sus escarpes se habían estrellado los galos en 390 (o 387), descubiertos por el providencial graznido de los ánsares de Juno...

De todo ello era sabedor el hijo de Amílcar, quién sabe si imaginándose émulo de Alejandro, con una nueva Tais a su lado o sin ella. Epulón laureado en la cima del Capitolio.




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