jueves, 28 de julio de 2011

La vida en la ciudad de Kiev ocupada por los alemanes

Kiev 1941
Muertos o sacrificados por los prisioneros de guerra soviéticos en las calles de Kiev

Kiev 1941

Kiev 1941

Kiev diciembre 1941
En las dos últimas fotos apreciamos a un grupo de mujeres separada y  trasladadas a otro punto diferente del de sus maridos, que se encuentraban en un campo de concentración alemán

Kiev 1941
 Prisioneros soviéticos  reparando un tranvía

Kiev (Babi Yar) octubre de 1941.
Kiev (Babi Yar) octubre 1941

Kiev (Babi Yar) octubre 1941
Las tres últimas fotos pertenecen a Babi Yar, un barranco ubicado en las afueras de Kiev, que fue utilizado por los nazis para perpetrar una serie de masacres durante su campaña contra la URSS




domingo, 24 de julio de 2011

Foto inéditas de Hitler y de la WWII

Franz Krieger fue un fotógrafo oficial del nazismo. Sus imágenes inéditas de Hitler descubiertas hace unas semanas, que ahora pueden ver en estas páginas, muestran hasta qué punto sigue despertando 'fascinación' esta encarnación del mal.

Por qué nos fascina tanto la imagen de Hitler? La vieja pregunta vuelve a plantearse tras el revuelo por la aparición de las fotos del líder nazi que tomó el reportero austriaco Franz Krieger durante la II Guerra Mundial y que han salido ahora a la luz pública. Krieger era un fotógrafo oficial del régimen y durante un viaje al Este como miembro de la unidad de propaganda -Propagandakompanie- de las Fuerzas Armadas alemanas realizó la cobertura del encuentro en 1941 en tierra polaca entre Hitler y su aliado el regente de Hungría, el almirante Miklós Horthy. Entonces estaban a partir un piñón, aunque en 1944 Hitler se mostraría menos cortés, enviaría al coronel de las SS Otto Skorzeny a secuestrar al hijo del mandatario magiar y acabaría haciendo abdicar a este y encerrándolo en un castillo en Baviera. Las fotos en las que aparece Hitler son nueve y están incluidas en un álbum con 214 instantáneas de Krieger que se encuentra en manos de un coleccionista privado. El resto de las imágenes muestran diferentes aspectos de la realidad en el frente y en los territorios ocupados. Soldados alemanes en faenas de retaguardia o en momentos de descanso, humillados prisioneros de guerra soviéticos, civiles que muestran la huella de la guerra en sus rostros, autorretratos del propio Krieger en uniforme. Pero lo más extraordinario del conjunto son ese puñado de fotos del Führer que vienen a enriquecer -uno duda en usar tal palabra- el corpus retratístico de Hitler.

Son imágenes canónicas, por supuesto, muy canónicas, nicht natürlich, nada naturales: Hitler brazo en alto, rodeado de mandatarios -le acompaña el siniestro Bormann- y guardaespaldas en una contundente apoteosis de gorras, botas de caña alta lustradas, sensación de inminencia -a ver qué invadimos hoy-, despliegue de peligro y actitudes marciales. Una estampa de autoridad y dominio. Junto a Hitler, Horthy, que no era precisamente un santo, parece venir de patronear el Bribón. Que nadie espere una revelación de aspectos desconocidos del líder nazi. Un rasgo de humanidad, un despiste, un guiño, ¡quia! Hitler no se dejaba fotografiar de cualquier manera ni por cualquiera. Jamás.

De hecho, solo se conoce una foto robada de Hitler. La tomó en 1929 un reportero del Munich Ilustrated News, Tim Gidal, judío, que luego, tras escapar a Palestina, sería un pionero del fotorreportaje para Life (aparte de fotógrafo del 8º Ejército, las heroicas ratas del desierto). Se lo encontró, a Hitler, desprevenido -¡Hitler desprevenido!, ¡qué ocasión!- en el café Heck de la capital bávara. La imagen muestra a Hitler hablando con tres hombres fornidos que están de espaldas -uno de ellos acaso el jefe de la SA, Ernst Röhm- en torno a una mesa con mantelito en el jardín del establecimiento, bajo un árbol. Hitler tiene el mentón en la mano y está pensativo cuando descubre a Gidal y la cámara y alza la vista con sensación de haber sido atrapado por el clic. Muestra Hitler sorpresa, curiosidad y un inicio de irritación que incita, incluso tantos años después, a poner pies en polvorosa (afortunadamente, Röhm no debía de correr mucho). Cuando ves lo difícil que era conseguir una foto de Hitler entiendes que nunca consiguieran matarlo. Philipp von Boeselager, que lo intentó cuando era oficial de Estado Mayor de la Wehrmacht, durante una visita del líder nazi al frente ruso, me dijo en una ocasión que estaba todo el tiempo rodeado de guardias de las SS "desesperantemente altos".
Hitler foto robada en Munich, Tim Gidal
Foto de Tim Gidal
Hitler siempre mostró, desde el principio de su carrera política, una enorme reticencia a ser fotografiado. Quería poseer el control total de su imagen, en la que asentaba, recordémoslo, gran parte de su carisma. Era consciente de que cualquier desviación podía ser peligrosa: de lo sublime al ridículo hay un paso muy pequeño, como atestiguan en sus parodias del Führer Chaplin, Lubitsch, los Monty Python o más recientemente Tarantino (al que le basta con ponerle capa). En sus charlas de sobremesa (véase Las conversaciones privadas de Hitler, Crítica, 2004), Hitler elogia muy significativamente a Rommel por conservar la dignidad y, al revés de los italianos, no dejarse fotografiar nunca a lomos de un camello (el zorro del desierto, sostenía, quedaba mejor subido en un Panzer).

Sabía además Hitler que su propio aspecto no respondía precisamente al ideal ario que propugnaba -ya se sabe la broma berlinesa: "esbelto como Goering, alto como Goebbels y rubio como Hitler"-, y muy inteligentemente convirtió esos rasgos hoy universales que son su flequillo y su bigotito (peor hubiera sido la pilosidad tipo káiser que lucía en la I Guerra Mundial) en atributos de unicidad, de genio y de misterio. Pero había que cuidar el detalle. Solo en contadas ocasiones perdió Hitler la compostura ante una cámara, como cuando en aquel exceso de entusiasmo tras recibir la noticia de la caída de Francia en su cuartel general del cubil del lobo, Wolfsschlucht, se puso a bailar una giga. Aunque, claro, no todos los días te cae Francia en el saco.

En realidad, la única persona autorizada a fotografiarlo era su fotógrafo personal, camarada y confidente Heinrich Hoffmann (1885-1957) -un nazi de la primera hornada que le presentó a Eva Braun a Hitler y casó a su propia hija con Baldur von Schirach, que ya es emparentar-. Excepcionalmente, y bajo estricto control, se permitió puntualmente a otros fotógrafos del régimen, como Walter Frentz, recoger la imagen del líder. "Hitler tenía a Hoffmann como Franco a Campúa", explica el estudioso de la imagen Romà Gubern. "Ambos dictadores eran de baja estatura y se los solía tener que retratar en contrapicado. Como todos los líderes totalitarios, trataban de dar una imagen de poder, omnisciencia, rigor y seriedad, algo muy alejado de la familiaridad de los líderes demócratas como Churchill, Truman u, hoy, Obama. McLuhan sostenía que Hitler triunfó porque no vivió en la era de la televisión, en la que es mucho más difícil controlar y manipular la imagen. No era glamuroso, pero era enérgico, con un toque de misticismo y una retórica corporal muy elaborada, y, claro, lo que nos atrae de él es en última instancia la fascinación del mal, atisbar qué hay detrás de la máscara".

Hoffmann retrataba siempre a Hitler en pose, en su restringido repertorio de gestos favoritos, marciales o cuidadosamente arrebatados -su característico histerismo narcisista y egomaniaco-, efectuados con esa afable naturalidad digna de un fotograma de El triunfo de la voluntad. Todo cuidadosamente ensayado y preparado. Solo en una ocasión cambió el criterio y Hoffmann fue autorizado a realizar una colección de retratos supuestamente cotidianos y amables del líder, que aparecieron reunidos en su libro Hitler wie ihn keiner kennt (El Hitler que nadie conoce). El libro, una maniobra oficial, salía al paso de una imagen excesivamente hierática o arrebatada del Führer que podía enajenarlo de las masas -no puedes estar todo el día echando espuma por la boca o como si llevaras introducida una escoba- y consagraba una especie de espontaneidad autorizada que es a lo más que se podía llegar en términos de humanizar al jefe. Eran en realidad fotos cuidadosamente estudiadas. En todo caso, además, a eso solo se llegó cuando la imagen de Hitler estaba tan consolidada en Alemania y era tan potente que ya no significaba ninguna pérdida de decoro que se le viera acariciando a su perro. El libro de Hoffmann incluía una foto de Hitler bebé que da mucho que pensar: ¿podemos proyectar la maldad posterior en esa imagen?

Aunque es discutible que siempre consiguiera su objetivo de quedar sublime -las fotos de Hitler en traje tradicional bávaro con pantalón corto de piel nos resultan ridículas, aunque él lo juzgara tan apropiado que hasta quiso crear una unidad de las SS con ese atuendo-, el Führer logró una uniformidad (y valga la palabra) en su imagen como ningún otro líder mundial.

Sabía lo que hacía. Había tenido muchos problemas de imagen. Antes de su ascenso al poder, sus caricaturas estaban al orden del día en los medios opositores a los nazis. Algunas lo mostraban por los suelos recordando su nada heroico comportamiento durante el fallido putsch de 1923, cuando se echó a tierra ante los disparos de la policía y se protegió de las balas entre los cadáveres de sus camaradas. Fue notable, por su audacia, el grotesco fotomontaje que le dedicó el periodista Fritz Gerlich en el que Hitler aparecía del brazo de una novia negra, casándose con ella, y cuyo titular apuntaba burlonamente la posibilidad de que el líder nazi tuviera sangre mongola Hat Hitler mongolenblut?, a cinco columnas, con un par, en el Der Gerade Weg-. Había que tener valor. La imagen se publicó en julio de 1932, cinco meses antes de que Hitler llegara al poder. Pero Hitler no era de los que echaban pelillos a la mar. Gerlich fue a parar a Dachau, donde una escuadra de SS lo asesinó aprovechando esa gran ocasión que fue la Noche de los Cuchillos Largos. A su mujer le enviaron las gafas rotas y ensangrentadas.

Conocemos lo que buscaba Hitler en sus fotos. Imponer, impresionar, inspirar fervor y temor, la conquista del individuo y de las masas. También seducir -¿era Hitler sexi?: no es broma; sin duda, lo fue para muchas alemanas-. ¿Qué tratamos de atisbar nosotros en las imágenes? Algo que nos explique a Hitler, que nos dé pistas sobre lo que fue y lo que hizo. El tipo que dejó a su paso por la historia 40 millones de muertos y trató de borrar a un pueblo de la faz de la tierra. Se ha convertido en el gran icono de la maldad y nos fascina mirarlo. Quizá lo de fuera nos dé pistas sobre lo de dentro. Sobre el mal como capacidad de la naturaleza humana.

"Hay dos cosas que todo el mundo puede reconocer, una esvástica y un retrato de Adolf Hitler", señala el historiador catalán Ferran Gallego, uno de nuestros grandes especialistas en el nazismo. "Hitler es para la mayoría la encarnación del mal, su rostro, como Auschwitz es la concreción de la maldad en un lugar". Gallego considera que la característica esencial de la imagen de Hitler y lo que le diferencia de otros dictadores y tiranos es su aire de impenetrabilidad. "Es más personaje que persona. Ian Kershaw, su más reciente biógrafo (Península), decía que no encontraba la persona en Hitler. Hay un misterio irreductible en Hitler que no hay, en cambio, en Stalin, una malignidad esencial asociada a la irracionalidad del nazismo". El historiador reflexiona: "Y a la vez, paradójicamente, resulta tan familiar... es tan fácil caricaturizarlo". O caracterizarte de él, como atestiguara cualquiera que lo haya probado.

En su extraordinario libro Explicar a Hitler (Siglo XXI, 1999), Ron Rosenbaun considera a Hitler una terra incognita, una auténtica caja negra, lo que hace tan apasionante observarlo en fotos. Su grado de sinceridad -¿era un oportunista o creía en lo que hacía?-, su inevitabilidad o no (¿de no haber habido Hitler, habría ocupado otro su lugar y acometido igualmente la Solución Final?), la influencia de su voluntad -¿hasta qué punto dirigía el proceso de la eliminación de los judíos?-, la existencia en su biografía de un momento fundacional de sus obsesiones -la supuesta visión en el hospital tras ser gaseado-, su propia sexualidad y la influencia que esta habría tenido en su acción política no están, opina el autor, dilucidados. De alguna manera, dice, Hitler sí se escapó del búnker, de la explicación última.

Rosenbaun analiza, en una búsqueda sensacional que le lleva a entrevistarse con las grandes figuras como Alan Bullock o H. R. Trevor-Roper, las diferentes opiniones de los historiadores sobre Hitler. Es un paseo abismal que lleva de la opinión de Lanzmann de que Hitler es irreductible -porque entenderlo lo haría, Dios no lo quiera, susceptible de ser perdonado- a la relativa relativización del personaje por historiadores contemporáneos, como Kershaw, que consideran mucho más importantes las razones históricas profundas que produjeron a Hitler que el propio Hitler, al cabo solo un individuo, un peón (¿no es insoportable pensar que todo el horror del nazismo haya ocurrido porque lo quiso un solo hombre?, anota Rosenbaun).

Una pregunta es estremecedora: ¿sabía Hitler que hacía el mal o creía que realizaba una labor justa y necesaria? Y otra: ¿había explicaciones psicológicas o médicas (la sífilis, por ejemplo) que explicaran sus acciones?, ¿podría ser entonces que Hitler fuera un loco, un enfermo, irresponsable de sus actos, una víctima de su historial? "Pero si Hitler no es malo, ¿quién lo es?", se pregunta ante Rosenbaun el gran Bullock.

Todo eso es lo que nos hace observar estupefactos su imagen, sus fotos. Nos invita a meditar sobre lo demoniaco y lo trivial (el arribista hipocondriaco). Sobre el propio mal en nosotros. Tratamos de escudriñar su magia -si la hubo-, lo que arrebató a tipos inteligentes como Speer o Goebbels ("Ahora sé lo que significa Hitler para mí: ¡todo!") e impresionó a Klemperer. El aspecto Caligari o Svengali, hipnotizador. El célebre apretón de manos y los famosos ojos de acero que miraban sin pestañear, parte de su representación, de sus trucos. ¿Eran los ojos de Hitler lo que seducía, o era el poder de sus ejércitos? También, no lo neguemos, nos intriga de Hitler lo morboso: ¿es cierto que era un voyeur que hacía desnudarse ante él y tocarse a su sobrina-amante Geli Raubal? ¿Ella se suicidó o la mató o la hizo matar él? ¿Tenía alguna malformación anatómica el Führer -la tan expresivamente denominada "cuestión de la bola única"-? ¿Le arrancó, como indican las memorias de un condiscípulo, una cabra un trozo de pene al joven Adolf cuando este trataba de probar que era capaz de orinar en la boca del animal? ¿Habrían cambiado las cosas si los ancestros de Hitler hubieran conservado el apellido original Schicklgruber? -a ver quién habría saludado "¡Heil Schicklgruber!" sin que se le escapara la risa en plan el legionario de Biggus Dickus en La vida de Brian...-.

Miramos las fotos del tirano Hitler, entre el payaso y el exterminador. Y nunca nos es posible hacerlo sin un profundo escalofrío.
 Durante un viaje al Este como miembro de la unidad de propaganda de las Fuerzas Armadas alemanas, Krieger tomó estas fotos del Führer.
Fotógrafo oficial del régimen nazi, el austriaco Franz Krieger tomó la crónica en imágenes del viaje del führer a Polonia en 1941.
Adolf Hitler, en el anden, y el regente de Hungría, el almirante Miklos, charlan en la estación.
Adolf Hitler, en el anden, y el regente de Hungría, el almirante Miklos, charlan en la estación.

Hitler se reunió con Hotthy en 1941 para discutir el papel de las tropas húngaras en la invasión de Rusia. Dr. Uziel identificóal cineasta a la derecha como Walter Frentz, un camarógrafo de la Propagandakompanie .

Estas fotografías del viaje de Hitler a Polonia son algunas de las nueve tomas inéditas del Führer recientemente descubiertas en un álbum de 214 imágenes de un coleccionista privado.
Las imágenes de Krieger son canónicas. Brazo en alto, apoteosis de gorras, botas lustradas, despliegue de peligro...
Las instantáneas que Franz Krieger tomó durante la II Guerra Mundial también retratan la realidad de los territorios ocupados, a los presos de guerra soviéticos. En la imagen, en el campo de prisioneros de Minsk.
Prisionero en Minsk

Joven prisionero del Ejército Rojo en Minsk

Civiles con estragos de la contienda en el rostro.

Campesino Bielorusia

Enfermera

Ambiente en la retaguardia

Soldados

El imaginario de Krieger también incluyó el ambiente de soldados nazis.
Fotografía en medio de la destrucción


Soldados en algún lugar de Bielorrusia.

Foto tomada quizás cerca de Kaliningrado, Rusia

Prisioneros de guerra y judíos en el campo de concentración de Minsk.

Prisionero campo de Minsk

Prisionero judio

Retratto de soldados

Soldado nazi

Soldado grabando

Probable autorretrato de Krieger en Minsk
Probable autorretrato de Krieger

El País Semanal









jueves, 21 de julio de 2011

Goebbels, el «historiador» de la Guerra Civil

«Los nacionalistas avanzan. Esperemos que triunfen así. Deberíamos poder hacerles llegar armas por arte de magia». Y: «Esta es la imagen de un país después de una revolución que ha causado casi dos millones de muertos. Y encima es un aliado nuestro. ¡Espantoso!». Entre estas dos declaraciones antagónicas de Josef Goebbels transcurrieron tres años, los mismos que duró la guerra que desangró a España entre 1936 y 1939. Un período en el que los diarios, discursos y artículos publicados por el omnipresente ministro de Información y Propaganda se convirtieron en una fuente de información importante para que muchos alemanes conocieran su particular enfoque de las batallas y el avance de las tropas de Franco.

El doctor Goebbels se erigía así en una especie de «historiador» malintencionado de la Guerra Civil, con publicaciones como el «Libro Rojo sobre España» o su discurso sobre «La verdad sobre España», ambos de 1937. En el primero, por ejemplo, registraba y describía con todo tipo de detalles siniestros los ataques del bando republicano. Mientras que en el segundo, pronunciado en el congreso del partido nazi celebrado en Nuremberg, explicaba el supuesto problema español en el contexto de la lucha entre el «Imperialismo judío-bolchevique» y las «fuerzas positivas» en Europa, viendo a España como un campo experimental del «terror rojo» para un futuro ataque al continente.

Según el ABC de Sevilla, que recogió lo acontecido en el congreso de Nuremberg el 10 de septiembre de 1937, «pocas veces, ni siquiera en España, se ha logrado situar con tan certero enfoque la auténtica realidad de nuestra llamada guerra civil como lo acaba de hacer el ministros de Propaganda alemán». Goebbels, en este discurso y «apoyándose –decía– en la prensa extranjera», aseguraba que en España el número de sacerdotes y monjes asesinados era, hasta el 2 de febrero de ese año, de cerca de 17.000. Un dato al que sumó después números sobre el comercio de armas y dinero por parte de los soviéticos para tratar de probar su intervención en la Guerra Civil apoyando a la República.

«Sólo Franco es un hombre»

Todos estos discursos y textos del «historiador» nazi no sólo sirvieron para reflejar la evolución de las relaciones entre la España franquista y la Alemania del Tercer Reich en aquellos tres años, sino para ver también como fue Goebbels cambiando desde el entusiasmo inicial por el «golpe de Estado», hasta las duras críticas por el lento avance de Franco en los diferentes frentes.

El 20 de julio de 1936, tan sólo tres días después del inicio de la sublevación, hace justo 75 años, escribía en sus diarios: «En España prosigue el “putsch”. Esperemos que triunfe». Ese mismo año, sus escritos siguieron rezumando el mismo optimismo: «Nuestros mejores deseos y aviones le acompañan» (9 de noviembre) o «sólo Franco es un hombre» (11 de noviembre).

Después, Goebbels fue mostrándose cada vez más desencantado con el desarrollo de la guerra: «El avance de Franco otra vez estancado» (17 de enero de 1937), «clamorosas noticias sobre el terror rojo en España. Pero Franco no avanza. ¿Será realmente el hombre?» (24 de enero de 1937), «el ataque aéreo al acorazado alemán “Deutschland” resulta mucho más grave aún de lo que al principio se pudo pensar: 22 muertos y más de 80 heridos. Esta España maldita nos crea nos crea preocupación tras preocupación y un día quizá convertirá el mundo en llamas» (31 de mayo de 1937), «en España no se adelanta. El “Führer” ya no cree en una España fascista» (24 de julio del 37) o, finalmente, «el ejército republicano está ya en plena desbancada y lo alemanes todavía no se lo acaban de creer» (27 de enero de 1939).

La «fanática incapacidad de juicio» de Franco

No es de extrañar tampoco que Goebbels, como ministro de información y propaganda, utilizara el periódico más emblemático del nacionalsocialismo –el «Völkischer Beobachter» («Observador Popular») de Munich– para difundir sus dudas y análisis sobre la contienda fratricida. El 4 de marzo de 1939, volvía a hacer hincapié sobre ella con un artículo titulado: «El isleño y la cuestión española». Allí el cercano régimen resultó, a pesar de la victoria, mal parado una vez más. Goebbels hablaba de «cerrazón mental y política» y de la «fanática incapacidad de juicio y falta casi criminal de responsabilidad con respecto a Europa» por parte de Franco.

Así fue escribiendo Goebbels «su historia» de la Guerra Civil y ofreciéndola a sus seguidores por fascículos antes del inicio de la Primera Guerra Mundial. Y hay que tener en cuenta que no existían medios alternativos de información y que los mensajes hechos públicos en asambleas de masas y retransmitidos por radio calaban rápido en la población y servían para reforzar sus ideas. Bienvenido a la «Historia de la Guerra Civil», por el doctor Josef Goebbels.

ABC

 

Retiran la sepultura de Rudolf Hess

La sepultura del gerifalte nazi Rudolf Hess en Wunsiedel, Baviera, fue desmantelada entre las cuatro y la seis de la madrugada del miércoles, según ha publicado hoy el diario muniqués Süddeutsche Zeitung. Desaparece así la tumba del compinche al que Adolf Hitler dictó Mi lucha, el programa político del régimen que organizó el Holocausto. Sus despojos serán quemados y esparcidos en alta mar, después de que la comunidad cristiana evangélica de Wunsiedel denegara a sus descendientes la prolongación del arrendamiento del sepulcro.

Desde que Hess se ahorcó con un cable en su celda de Spandau en 1987, el pueblo se había convertido en una meca de romerías neonazis. Los ultraderechistas del partido NPD y otros grupúsculos de la misma ideología nazi organizaban una marcha conmemorativa cada 17 de agosto, en la que homenajeaban al "mártir" Hess. Éste se había librado de la horca en los Juicios de Núremberg por haber protagonizado un estrafalario salto en paracaídas sobre Escocia en 1941. Según dijo, para negociar la paz con Reino Unido. Su significada participación en los crímenes del nazismo le valió, no obstante, una condena a cadena perpetua en 1946. La cumplió hasta los 93 años bajo vigilancia de soldados aliados en la cárcel de criminales de guerra de Berlín-Spandau.
Hess se colgó en su celda 42 años después de que su jefe se pegara un tiro en su búnker situado pocos kilómetros al sureste de Spandau. Fue el único prisionero de Spandau a partir de 1966, cuando salieron en libertad los también destacados nazis Albert Speer y Baldur von Schirach. Al contrario que Speer o Karl Dönitz, con los que compartió el patio de la prisión de Spandau, Hess no maquilló su biografía ni negó sus entusiasmos nazis. Así, los neonazis siguen considerándolo un "mártir", sobre cuyas vida y muerte siguen esparciendo falsedades y leyendas. A fin de cuentas, Hess se encargó de poner por escrito los dislates antisemitas, racistas y belicistas de su amigo Hitler, con quien estuvo preso tras el fracaso del putsch de Múnich de 1923. El libro resultante, que titularon "Mi lucha", fue un superventas en los 12 años que duró la dictadura nazi.

La prohibición de las marchas conmemorativas desde 2005 no impidió que Wunsiedel, pintoresca localidad de 10.000 habitantes cercana a la frontera con la República Checa a la que Hess iba de vacaciones, contara hasta esta semana entre los principales lugares de peregrinaje para neonazis de todo el mundo. Según Süddeutsche Zeitung, una de las nietas de Hess se opuso primero a que removieran los restos mortales de su abuelo. Las autoridades locales lograron convencerla para que aceptara la exhumación de sus restos y evitar de una vez por todas que el sepulcro familiar continúe atrayendo grupos de neonazis y simpatizantes de la ideología de su abuelo. Después de su muerte fue demolida también la cárcel de Spandau.